SEIS MONEDA - relato-



- I -
- Señor... Ha llegado la sibila y está esperando en la puerta.
- No la hagas esperar, que pase, por favor. ¡Vamos!
Al abrir la puerta una ráfaga de lluvia inundó el vestíbulo a pesar de que se abrió y cerró rápidamente con la intención de evitarlo.
Ella, cerró el paraguas despacio, lentamente, como si se tratase de un acto ceremonial, se despojó del impermeable gris que Antolín, el criado, recogió intentado evitar que el agua que resbalaba por él mojara los guantes blancos de sus manos. Se dirigió a la estancia, mitad sala de estar mitad biblioteca, donde Don Jaime pasaba largas mañanas y cortas tardes leyendo el periódico o algún libro de poemas. Ella, acercándose encorvada y mirando al suelo, a penas levantó su figura y sus ojos para saludarlo de forma muy respetuosa.
- Buenas tardes, señor. ¿Cómo está usted hoy?, ¿Tuvo agradables sueños?
- No tengo tiempo que perder. ¡Necesito que comencemos ya!
Pasaron a la habitación contigua, era un dormitorio pequeño, estaba en penumbra, la cama parecía recién hecha, una luz mortecina, cálida y suave impedía que detalles como cuadros y cortinas fuesen totalmente visibles. Don Jaime, con un gesto casi mecánico y ensayado, tiró hacia un lado de la colcha dejando al descubierto las sábanas: blancas, de lino, con las dobleces aún marcadas, y se recostó en la cama sin taparse. Ella se sentó en una silla baja, a su izquierda, al lado de lecho, sin quitar ojo ni atención al señor. Rozó su mano, la del lado del corazón, y comenzó a recitar, muy bajo, como murmurando, una oración, ¿O era un poema?... Los ojos de Don Jaime se cerraron y cayó en un vacío sin límites, sin orillas, sin contornos, sin horizonte... En un limbo a medio camino del cielo y del infierno.
Diez minutos después llegaron los sueños. Eran imágenes reflejadas en espejos lisos, fríos y frágiles. Don Jaime paseaba por un jardín donde ángeles desnudos y regordetes mostraban, sin recato alguno sus sexos, insinuándose unos a otros con sonrisas y gestos. Toda aquella situación era el lejano recuerdo de un cuento escuchado en su infancia. Las nubes cubrían y descubrían al sol, que impaciente pretendía cegar de luz a los caballos de aquel tablero de ajedrez donde se desarrollaba aquella fantasía. De pronto unos segundos de vértigo hasta que escuchó la voz de ella, acompañaba cada uno de sus pasos y le decía en distintas lenguas: “Siga el camino de flores, sin detenerse, siga, siga caminando y solo mire donde va poniendo sus pies... Siga, camine sin pisar ni su sombra ni sus huellas... Camine por el aire... No olvide el camino y las flores.” Él obedeció sin mover los pies, suspendido en el aire por dos pequeñas alas que habían crecido en sus tobillos. Se sintió un dios del Olimpo... Era Morfeo el dios griego de los sueños. Voló siguiendo las órdenes de la sibila hasta que llegó al final del sendero. Un gran precipicio se dibujó delante de él y sintió miedo, pánico. El cielo, su cielo repleto de ángeles, se oscureció, el azul se hizo malva, más arriba purpura y en lo más alto era de un color rojo, oscuro como el rojo de la sangre. “No tema, olvide el miedo... La luz de mi mirada le acompañará en el descenso. Abandónese y deje caer el cuerpo y el alma por el precipicio. No tenga sobresalto... La paz infinita de la luz penetrará por los poros de su piel para llenarlo de calma y sosiego...No tema...”
Y así fue. La paz que irradiaba aquella luz lo acompañó en la caída por el precipicio. Su descenso al infierno no fue doloroso como él temía. En menos de media hora logró encontrar lo que había buscado durante media vida, tanto tiempo, tanto tiempo que su tiempo dejó de correr, de gastarse y ser tiempo. Despertó en paz, casi sin recuerdo alguno pero con un sin fin de sensaciones que rejuvenecían a sus emociones, a sus sentimientos, a sus anhelos... A su vida.
Antes de abrir los ojos permaneció minutos disfrutando de aquella sensación de agua limpia y perfume a cáscara de limón y laurel fresco que le había quedado en la orilla del alma. El pequeño dormitorio continuaba en penumbra, la sibila se había marchado sin hacer ruido, de puntillas, bordeando el filo del abismo que conduce al infierno, sembrando silencios en el horizonte gris de la tarde lluviosa.
Don Jaime había dejado dicho a Antolín que le pagara con seis monedas: La primera por su premura en atenderlo, sin tener que hacer esperas ni aguardar que el tiempo del tiempo se hiciera instante, momento...Minuto, hora... Día, mes...Año, vida...Tiempo. La segunda moneda por no mirarle a la cara y respetar la intimidad de los ángeles del jardín. La tercera por guiarle por el camino del tiempo en la búsqueda del tiempo perdido. La cuarta por borrar de su alma el miedo, el temor y la luz dañina de infiernos ajenos. La quinta moneda por desvanecer en su historia el recuerdo de lo perecedero, de lo casual, del instante y el momento en que el agua de la lluvia deja de serlo para hacerse lágrima de temor y desasosiego. La sexta moneda por su trabajo, por el desvelo, por la luz, por el camino de flores y por acompañarlo en el infierno. La sibila se sintió bien pagada y dijo al criado: “Da las gracias a Don Jaime por su generosidad, y dile que como muestra de gratitud, en los próximos días vendré de nuevo a ser su guía en otro sueño”.
-!Antolín!... Venga, por favor, y recomponga esta cama y acompáñeme al jardín. ¡Temo que los ángeles se hayan escapado de sus jaulas y estén apareándose sin pudor alguno!
La sibila guiadora, como la luz de aquella habitación, iba muriendo a cada instante, en cada visita en la que con voz baja llamaba al destino de sus clientes. Entró en su habitación, parecía agotada, encorvada, reverenciándose a si misma... extendiendo su mano para estrechar la de su sombra. Tiró el paraguas a la basura y colgó el impermeable gris ya seco, que era como el forro de su alma, en el armario. Trataba de olvidar el viaje hacia el tiempo del tiempo de Don Jaime. Sintió una sensación agradable cuando quiso estrecharle la mano, fue como recobrar parte del tiempo de su tiempo de infancia, o de sentir el agridulce sabor de los sueños cuando dejan de serlo porque van y vienen vestidos de realidad.
-II-
Antolín, haciendo gala de su oficio y destreza, dio un estirón de la colcha que colgaba por el lado derecho de la cama, lo hizo con tanta maestría que después solo hubo de pasar su mano, enguantada en blanco, haciendo un zig zag sobre la colcha para que la cama quedara perfectamente hecha. Mientras, Don Jaime recomponía su empaque, ajustaba el cinturón al pantalón y ponía en su lugar los puños de la camisa dándose pequeños tirones en las bocamangas. Los dos, señor y criado, dueño y esclavo, se digirieron por un amplio pasillo al jardín trasero de la casa. Don Jaime se mostraba nervioso, la posibilidad de que los ángeles hubiesen abandonado las jaulas y anduviesen entretenidos en cortejos inútiles con los sátiros daba vueltas en su cabeza... En el fondo sentía cierto regocijo, era una sensación de placer pecaminoso, un nerviosismo que le hacía suponer que él, a su edad, podía disfrutar aún de algún orgasmo aunque este surgiera de tarde en tarde y eventualmente provocado al imaginar a sátiros y a ángeles en actitudes que su razón censuraba... Ciertamente no era así, era consciente que aquel veto tan íntimo -cuando le convenía- era rechazado por su voluntad y pasaba a ser un pensamiento más que en absoluto condicionaba su comportamiento.
Don Jaime, después de despertar, no había tenido tiempo para realizar una valoración, ni de encontrar las mejoras conquistadas en su último viaje a los sueños guiado por la sibila, ahora no podía detener sus impulsos y debía comprobar si en el jardín reinaba al caos o, por el contrario, los ángeles y sátiros cautivos continuaban disfrutando de su onanismo clandestino.
-!Antolín, dese prisa!
-Sí señor... voy detrás de usted...
-Traiga el caza-mariposas rojo y el tarro de las perlas blancas... !Enseguida!
El jardín interior era amplio, estaba acristalado y el aire entraba a borbotones, como el agua en la fuente central, por unos respiraderos dorados en forma de rosetones metálicos incrustados en el vidrio. El aire era fresco, siempre estaba renovándose y fluía entre los árboles con la libertad con la que se desplazan las mariposas trasparentes comedoras de viento y polen. En medio de aquel patio ajardinado la noble fuente, como una noble señora, manaba el noble agua que ponía música a aquella noble estancia. Don Jaime y su nobleza habían hecho posible el milagro de convertirlo en cárcel, en jaula noble donde las sombras y luces del señor podían ser ángeles regordetes o sátiros engaña-hombres.
Antolín llegó con el caza-mariposas en una mano y el tarro de cristal donde se guardaban las perlas blancas en la otra.
-!Tome... tome usted señor...! dijo con voz temblorosa y cansada por las prisas que Don Jaime ponía en la intención de controlar el posible desbarajuste que él imaginaba.
-Traiga, traiga...
Al salir del pasillo y entrar en la estancia del jardín comprobó asombrado que el olor, el color, el silencio, los deseo y los sueños estaban en orden, cada uno en el lugar que le corresponde, y los falos de los ángeles no estaba erguidos, los sátiro continuaban masticando el aire y presumiendo de sus miembros. El pensamiento y la intuición de Don Jaime le habían engañado, era como si su voluntad fuese por un camino y la realidad de los acontecimientos por otro. En el fondo sufrió una decepción, ya no tenía excusas que justificaran su propensión al placer, no podía disculpar a su inconsciencia y el “no tuve más remedio que” no valdría para calmar la ira de sus reproches más íntimos.
-¡Antolín... limpie el sudor de mi frente...! Traiga, traiga su mano... sienta como mi corazón está a un tris de salirse del pecho...
El criado suspiró aliviado, parecía que las prisas de su amo no le afectaban solo a él, también al señor le ocasionaba desasosiego e inquietud.
-!Que susto!... Menos mal que los ángeles están donde tienen que estar... Algún día de estos me van a traicionar, lo sé, lo sé... Murmuró mientras soltaba el tarro de las perlas blancas y el caza-mariposas rojo sobre una mesita auxiliar que tenía forma de pez y que colgaba del techo queriendo simular el salto de un delfín entre el azul del mar y el celeste del cielo.
Al jardín se asomaban las sombras de la tarde, las que al medio día bajan a beber agua fresca de la fuente central y así resistir, siendo sombra y no luz, hasta esa hora de la tarde en la que Don Jaime venía a dormir la siesta, mejor dicho: a soñar la siesta, en la vieja mecedora.
Hoy el señor no ha tenido buena travesía en los sueños, la sibila no ha realizado convenientemente su trabajo... Quizás por eso se ha sentido obligada a querer volver sin cobrar por sus servicios. -Pensó Antolín mientras cambiaba los guantes blancos de las mañanas por la cofia blanca de las tardes-. Espero que hoy el señor esté cansado y no pretenda en sus sueños de siesta hacerme bailar al son de pasodobles ni valses… Continuó pensando, pero en el fondo lo que deseaba era justo lo contrario, le complacía elevarse en el aire, desplazarse sin descomponer la luz ni las formas de un sitio a otro, escuchar la música y sentirla vibrar dentro de su pecho, ser caja de resonancia donde acordes gritan y los ecos enmudecen. Antolín presumía de ser una persona muy especial, según cuenta nació en el refugio cálido, en una cueva oscura para que al nacer no fuese mordido por el frío, su madre se puso de parto una noche sin luna ni estrellas, y en medio de tanta oscuridad, no supo si el nacido era macho o hembra… Murió en el parto. Jamás valoró la posibilidad de anudar los cordones de zapatos que no fuesen los de Don Jaime, su lealtad era como el infinito y lejano horizonte que dibuja el cielo con la nada, era inconmensurable.
-III-
En los días posteriores el cielo continuaba chorreándose, según todas las opiniones deshaciéndose en agua bendita. Después de meses de sequía el agua era una lluvia de oro, las cosechas podían salvarse y, para los que viven con sus raíces y sus manos pegadas a la tierra, era un alivio, un premio divino, una bendición. El maíz, la cebada, el trigo y los higos en las higueras volverían a estar en gracia de Dios, no así sus dueños, que con la lluvia tan deseada, pecaban de avaricia al regocijarse porque tras ella sus bolsillos estarían más llenos.
Sin duda, en ocasiones, Dios no es tan bueno… Nos hace pecar.
Don Jaime no sale al campo, sus tierras son de agua, sí de agua. Siendo niño se enroló en un barco mercante, recorrió la gloria de los mares y el infierno de los océanos. Creció dando tumbos de puerto en puerto, acariciando en cada cumpleaños los amaneceres imposibles que le regalaba el agua y el inalcanzable horizonte. Su avaricia no tenía nada que ver con la del campesino, su ambición encerraba en sí a los demás pecados capitales. Su avidez de lujuria le llevó a ser, en madrugadas rojas de tanta amapola blanca, el único hombre entre cien mujeres y la única mujer entre cien hombres. Su codicia de soberbia le hizo interpretar el personaje de su vida a conveniencia, de mil formas distintas, exponiéndose a que los demás le recriminaran por llevar cintas de colores en su cabeza o tacones de aguja en sus pies, reproches que nunca escuchó porque siempre la suerte estuvo de su parte. El ansia por llegar al puente de mando del mercante hizo que la ira fuese la bandera de su conducta, ira roja y negra, ira de sudor y agua… Prestó a su lengua la rapidez del insulto y la intencionalidad del daño cuando se trataba de estar por encima de los demás. Envidió la autoridad y la riqueza de los demás hasta el extremo de pactar con los vientos del sur: Todo lo que encierra el contorno de su alma a cambio de la autoridad y relevancia del más importante de los humanos y de las riquezas ocultas en las catacumbas vaticanas. Así pueden explicarse, de uno en uno o de dos en dos, los restantes pecados capitales que Don Jaime había resumido en uno solo, un nuevo pecado capital del que sólo él tenía conciencia y que por tanto nadie, ni el mismo papa de los cristianos, podría reprocharle e imponerle penitencia.
No tenía aún treinta años y era capitán de capitanes y general de generales. En sus hombros había tantos galones como colores se funden en el blanco y tantas estrellas como en la rosa de los vientos. Su fama era de bailarina coja… A la que unos ensalzan y respetan por el esfuerzo que realiza al bailar en tal estado físico, y otros condenan porque empañan el noble espejo de la danza al realizar pasos y piruetas carentes de armonía y ritmo. En definitiva, Don Jaime a los treinta años, era un gigante entre los enanos y un hombre con suerte y mucha influencia en el reino de las tierras de agua.
-Antolín, prepáreme el baño. Procure que el aliento del agua caliente no empañe el espejo.
Dijo Don Jaime sin levantar la mirada del libro de poemas que leía sentado en un sillón tapizado con la piel de una jirafa. Era su sillón perfecto, podía camuflarse entre las rayas blancas y negras. Imaginaba ser rayas de tiza blanca sobre el negro de la fría pizarra colgada en la pared principal de la escuela. Ser garabato de rotulador negro sobre la cara blanca del papel de la libreta… Don Jaime nunca fue al colegio pero su imaginación siempre estaba imaginando con imaginar todo lo imaginable, no se cansaba de imaginar y de más imaginar, cada verso de un poema lo convertía en imagen, en cuadros pintados al óleo, en sanguinas imposibles, en bocetos a carboncillo, en acuarelas donde los colores se hacían luz de tanta luz, en esculturas de barro y alambre… Le gusta leer libros de versos palíndromos, le resulta mentalmente útil leer de izquierda a derecha o al contrario, encarga los textos a poetas noveles y a escritores que, de tan consagrados y galardonados, ya no ganan dinero, pero no todos los autores saben escribir estos versos. El libro que ahora está leyendo lleva por título: “Oír río”, y en sus primeros versos se hacen serias advertencias: “Lee ella, mal lee él”, o “Adan no calla con nada”, y termina con los versos “soñar años”, “amarga grama”… “sale el as”. Tiene la paginación con números capicúas, se inicia en la página “11” y termina en la “88088”. Su autor “Natan” de nombre y de apellido “Isasi” era un poeta nacido en “Torrot”, que solo escribía por encargo de nobles y presentadores de televisión que quisieron presumir de ser escritores, el pobre poeta murió de un ataque de ansiedad cuando se descubrió que él era el autor del libro que la célebre “Ana” R. Q. decía haber escrito. El libro que lee Don Jaime en su última página indica que fue impreso por encargo de la editorial “Anilina”, en los talleres de la imprenta “Allí ves Sevilla”, con fecha “12/11/21” el día de la festividad de San “Otto”. De norte a sur, de este a oeste, de principio a fin, de arriba abajo es un libro que reúne todas las cualidades que Don Jaime busca en sus lecturas, incluidas las que con frecuencia realiza sobre su vida, que sean versátiles y que leídas o interpretadas de mil maneras diferentes siempre signifiquen lo mismo.
-¿El señor va a secarse con las toallas blancas o prefiere el albornoz de pluma de ángel?
Preguntó Antolín ante el encargo de Don Jaime de disponer el baño. Este, sin levantar ni la mirada ni la atención de la página contestó: De toda la gente del mundo debo ser el único a quien, si me viera a mí mismo con alas, no le parecería ridículo. Antolín pensó: el señor hoy está distante, distinto…distonto. En ese momento Don Jaime le dijo “ella te dará detalle”, y él entendió que era el momento de cambiar los guantes blancos por la blanca cofia.
-IV-
Después del baño Don Jaime se encontraba más sosegado, las costuras habían vuelto a su sitio y parecía encajar mejor en su traje de carne. Sin duda el agua caliente y la posteriores caricias de las plumas de ángel habían producido el efecto deseado, que su ánimo estuviera más tranquilo. Llegó el momento de reflexionar sobre la experiencia vivida con la sibila, de valorar lo que había experimentado en aquel viaje por el límite de sus recuerdos. De él lo sabía todo, sin embargo tenía constantemente la sensación de serse un completo desconocido, de no saber nada de él mismo, era imposible explicar tal evocación, en varias ocasiones intentó escribir y explicar con palabras lo que experimentaba al sentirte asaltado por aquella percepción y los distintos recuerdos y emociones que le llevan hasta la certeza de considerarse huérfano de sí mismo. Lo había intentado de mil maneras diferentes y no encontró respuestas que pusieran paz y luz a aquella premonición de ser y a la vez no ser él. Su fe en la sibila era incuestionable, sin duda ella le ayudara a resolver aquel problema de identidad que le provoca un sin vivir constante. Seguro que la sibila le procurará una historia en la que ir colgando todos los acontecimientos vividos y podrá, de vez en cuando o cuando le venga en gana, recordar el origen de su cuerpo y de su alma.
-¡Antolín, Antolín!...
-Dígame señor.
-Traiga el almohadón de las nubes más alta y póngalo sobre la mecedora…Voy a recostarme un rato para pensar.
-Enseguida señor.
-¿Tiene anotada la dirección de la sibila o sabe como localizarla?
-Sí señor, solo tiene que decirlo y le llevo recado.
-Muy bien, pues cuando traiga el almohadón, acérqueme también el tarro de las perlas blancas, creo que endulzaré mis pensamientos con un suspiro de azúcar.
Don Jaime quedó a la espera de que todo lo ordenado se fuese cumpliendo: Antolín, ceremoniosamente, sostuvo el cojín en el respaldo de la vieja mecedora, lo ahuecó convenientemente dándole pellizcos y leves guantazos, después puso el azucarero con los terrones redondos de azúcar sobre la mesa que colgaba del techo y que parecía un delfín entre el azul del mar y el celeste del cielo. Todo parecía estar listo para que Don Jaime iniciara su reflexión… La mecedora, el cojín, el azúcar…
-¡Antolín!, por favor, cierre las cortinas de la cristalera, que los ni los ángeles ni los sátiros distraigan mis pensamientos, y diga a la fuente que guarde silencio, después puede retirarse… Hoy no deseo que baile… Necesito pensar.
El sirviente tiró de un cordón blanco que terminaba en borlas y madroños dorados y por un riel disimulado detrás de un dosel se desplazaron las cortinas y taparon los ojos de luz y cristal de las amplias ventanas, en la estancia se creó una atmósfera de recogimiento, un aire de convento viejo lo invadió todo, era como un claustro en tarde de niebla. Antolín descolgó de la pared la jaula de los jilgueros blancos y la de los ruiseñores sordomudos y las alejo de la estancia, después cerró el grifo que regulaba el agua que vomitaba el caño de la fuente y se hizo el silencio. Era un silencio suave, de terciopelo, un silencio de cuerda de arpa. Hasta el mismo Antolín se sobrecogió al percatarse que todo flotaba en orden y parecía estar dentro de una tumba.
-V-
Don Jaime parecía ya desentumecido, le había cambiado la expresión en el semblante, su gesto era más normal aunque dentro del pecho no cesaba la pugna entre corazón y razón.
Dirigiéndose al sirviente dijo: Que el agua vuelva a ser manantial, río, mar y océano, aleje los sueños que despiertan a los soñadores de malos presagios. Que los ángeles y los sátiros retocen entre tules, sedas y damascos para que alcancen la bendita gloria de los seres infinitos. Que las cortinas se descorran y entre la luz turbadora de las almas en pecado, la penitencia y la contrición del cuerpo perverso que te hace caer en la flaqueza y en la humana debilidad. Antolín entendió que debía abrir el grifo de la fuente, colgar en su lugar las jaulas de los jilgueros y ruiseñores, y descubrir las ventanas para que la luz entrara, en definitiva que a la estancia volviera el orden, la armonía, la normalidad y tranquilidad que tenía antes de que el señor durmiera su siesta.
De regreso a la sala de estar Don Jaime se acomodó en un sillón al lado de la ventana, unos visillos, con entredoses de encajes de bolillos, tamizaban la luz que entraba de la calle e impedían que la claridad se extendiera por la sala sin control. Al lado del sillón una camilla redonda servía de soporte a algunos libros ya leídos, a un blog de notas, a un librito de crucigramas, a una jarra de agua y al libro de poemas “Oir rio”, del poeta Natan Isasi. El rojo de las pastas del libro contrastaba con las letras doradas del título y el autor. Por la cabeza de Don Jaime iban y venías emociones y sensaciones, le asaltaban inesperadamente poniendo confusión y desasosiego en su estado de ánimo. Abrió el libro por la página que marcaba el separador, éste era una varilla fina de madera de sándalo rematada, en uno de sus extremos, por un relieve de estaño plateado en el que se adivinaba la forma de una flor. El poema que tocaba leer hablaba de ausencias, Don Jaime parpadeó varias veces seguidas, guiñó los dos ojos a la vez prolongando el pestañeo con la intención de aclarar su visión, las letras bailaban en los renglones, se resistían –indomables- a formar las palabras que, como fila de hormigas, lograran garabatear entre los borrones que ensuciaban la blancura de la página, versos repletos de vacíos del alma. Los adioses de renglones y la ausencia de puntos y comas, traían y llevaban la inspiración arrastrándola por el blanco del papel. Aquel poema sacó y entró por las puertas ficticias del corazón emociones y recuerdos, y arrancó de la razón razonables razones y ausentes ausencias… Don Jaime se sintió confundido, motivo que le hizo considerar un nuevo encuentro con la sibila.
-VI-
La mañana comenzaba como terminó la tarde, con la luz de cien soles colgados del añil azulado del celeste cielo. Los pájaros de cola larga y penachos reales, desde los árboles de la canela, vigilaban el horizonte esperando la llegada del soplo de aire que ahogue en calor al relente. Los pavos reales exhiben el tornasol verde y azul de sus plumas... Abanicos de decadentes bailarinas que se abren y cierran al son descompasado de espontáneos cloqueos que taladran la quietud y el sosiego del final de la madrugada.
Para Don Jaime también el día comienza como terminó, despertando de los sueños encarcelados en el calendario de su vida, sin días en rojo de fiesta, ni días con medias lunas ni eclipses totales de sol. Suma ordenada de días y semanas de incertidumbres, 365 recelos pintados de gris, disfrazados de miedos, de sospechas e inquietudes que demandan urgentes respuestas. Sabedor de que para todo hay un tiempo de espera, y que la demora sólo impacienta a los débiles, intuía que sin la ayuda de la sibila no lograría entender ni los porqués ni los olvidos que sumaban y restaban en su caprichosa vida. Una vez más debía vestirse el traje del estratega, trazar un plan que le condujera a disponer de toda la información necesaria que pusiera luz en tantas vacilaciones, en aquellas suposiciones y certezas que limitaban el dominio de su voluntad y de su tiempo. Pensó que el encuentro con la sibila no fue ni casual ni por antojo del destino, sino que fue un primer paso en el plan que le conduciría a conocer su verdad, y ahora, haciendo uso de aquel gran pecado capital, fruto de encerrar y fundir a los siete en uno solo, y por el que no se le podía condenar por no ser un pecado reconocido en ningún catecismo, iba a poner a disposición de la magia de aquella mujer todo lo que ésta le solicitara , pensó: con su talento y mi talento para explotar su talento llegare a saber todo aquello que me incumbe y me limita.
Antolín andaba ocupado atizando las brasas frías que trae y lleva la caricia del viento, se entretenía siendo espectador, en el cuarto oscuro de su vida, de las conjeturas del señor. Descubrió que en aquella negrura podía ver, que sus dedos tenían ojos, que su lengua también y que los encuentros prohibidos debían continuar así, prohibidos por estética y por lógica... Pensó que su imaginación se escapaba de los límites de la censura, y que el señor no debía ser objeto de conjeturas ni de sus deseos reprimidos.
-!Antolín!... Antolín!
-Dígame señor.
-Deje lo que estuviera haciendo y valla a decirle a la sibila que cuando tenga libre que acuda a mi llamada... Que tengo la necesidad imperiosa de someterme a una nueva sesión. Dígale que es muy urgente, que mi estado de ánimos requiere su pronta atención y que si es necesario se le pagará el doble que en la última vez.
-Si señor, ahora mismo corro a su domicilio... Mientras tanto, solicito al señor que acuda a la galería del jardín, lo sátiros se han despertado de mal humor y andan robando las alas a las mariposas que llegan a beber de la fuente.
-Si, si, si... ¡Pero usted lleve mi recado a la sibila ahora mismo!
Antolín corrió calle abajo, no le dio tiempo a quitarse los guantes blancos ni a coger el paraguas por su acaso llovía. La casa de la sibila no estaba a tiro de piedra, a buen paso tardaría diez minutos. Don Jaime quedó en su domicilio y para entretener la espera decidió escuchar música, eligió un viejo disco de tangos arrabaleros, y dudando, por falta de la costumbre, como funcionaba el tocadiscos, presionó la tecla que tenía la leyenda de “Play”. El sonido del acordeón rasgó el silencio, era una daga oculta en la liga de una mujer que tras la barra de una taberna de puerto, llenaba vasos de ron y de aguardiente a marineros tatuados con corazones en llama y piropos a sus madres. Carlos Gardel se hizo presente y su voz cálida comenzó a susurrar una de sus conocidas canciones:
Acaricia mi ensueño el suave murmullo
de tu suspirar. Como ríe la vida
si tus ojos negros me quieren mirar.
Y si es mío el amparo de tu risa leve
que es como un cantar, ella aquieta mi herida,
todo, todo se olvida... El día que me quieras...

Antes de finalizar la última canción de la cara A del disco, Antolín y la sibila, cruzaron el umbral de la casa. De inmediato, Don Jaime, alertado por los silbidos y cánticos de los ángeles y los sátiros que reconocen a distancia a las personas por su olor, se levantó del sillón y ya en el zaguán esperó para recibir a la sibila. En el encuentro la reverencia no se hizo esperar.
-¿Como está el señor?...¿Tuvo sueños agradables?.
-Gracias sibila, gracias por acudir a mi llamamiento de manera tan urgente. Pase a la sala, por favor. Atonolín traiga un vaso de agua fresca con rodajas de limón y azúcar... Seguramente la señora vendrá cansada y con sed.
                     -¡No, no...No es necesario que se moleste usted!... No estoy cansada.               
- Si el señor me autoriza voy a la galería a calmar a los ángeles y a los sátiros que andan haciendo demasiado ruido... ¡Pobre animales...Como reconocen a quien les da cariño!. Dijo Antolín, aún jadeante por el cansancio de la caminata.
-Si, si... acuda usted, llévese el tarro de las perlas blancas... Por si lo necesita.
Un silencio protocolario pretendía hacerse presente mientras la sibila tomaba asiento y Don Jaime no sabía bien que hacer, si cerrar tras de sí la puerta, si sentarse en el otro sillón... Acertadamente decidió interrumpir las mareantes vueltas del disco, al cesar la música y callarse la voz, el silencio sí logró su objetivo y se expandió por la estancia como lo hace el perfume de la violeta cuando el aire roza su color.
-Sibila... ¿Puedo preguntarle su nombre?
-Sí señor, está en su derecho de saber como me llamo.
Pero la sibila en vez de decir a continuación de aquellas palabras su nombre, guardó silencio, y Don Jaime, en vez de sentirse confundido, entendió que la hechicera quería provocar un nuevo silencio para así tener tiempo y pensar que nombre era conveniente usar.
-Mi nombre, señor, es lo de menos, realmente lo que debería interesarle es si se acuerda del suyo.
Don Jaime no pudo disimular su desconcierto ante aquella respuesta, e intentando ocultar su turbación gritó:
-¡Antolín...Estamos esperando el agua con limón!
-VII-
La jarra de agua con limón y una ramita de menta llegó en una bandeja plateada, acompañando a la jarra, dos vasos de cristal tallado y el borde profusamente dorado traían ya en su interior una cucharadita de azúcar moreno.
-Señor ¿Le sirvo el agua?
-No, no es necesario Antolín, déjela sobre la mesa. Cierre la puerta de la sala y disponga lo necesario para que nada ni nadie nos moleste.
Antolín, en su afán por agradar, antes de retirarse revisó con la mirada si todo en la sala estaba en orden, después se dirigió a la alcoba contigua y con la misma habilidad que en la visita anterior de la sibila, tiró de la colcha hacia un lado de la cama dejando al descubierto las sábanas, ahuecó la almohada, dio media vuelta y al salir volvió a revisar con la mirada el orden de la estancia, cerró la puerta y se dispuso a tapar las jaulas de las aves para que estas no molestasen con sus insistentes gorjeos.
Don Jaime comenzó a verter sobre los vasos el agua con limón, teniendo la precaución de que en cada vaso solo cayera una rodajita del cítrico.
-Yo tomo el agua con solo una cucharadita de azúcar, ¿Cuantas le pongo a usted?. Dijo, aún nervioso por la última respuesta de la sibila,
- No, no, la tomaré como usted, con poca azúcar.
Antes de terminar el refresco la hechicera le pidió comenzar diciéndole:
-Supongo, que como en la vez anterior, usted querrá llegar hasta donde haga falta para conquistar los recuerdos y vivencias que tiene olvidados. En este procedimiento usted debe ser colaborador y tomar las decisiones que estime más conveniente. En ningún caso podrá dejar en mis manos ninguna decisión, se trata de su vida, no de la mía...Yo solo seré quien guíe sus pasos, quien le acompañe en el descenso hasta el comienzo de todos los comienzos. En nuestro primer encuentro usted bajo sólo un par de peldaños, tenía miedo, no se creía del todo que pudiera descender hasta donde sus recuerdos, sentimientos, emociones y anhelos están guardados.
La sibila le miró a los ojos y se levantó dirigiéndose a la alcoba. La cama ocupaba casi toda la habitación, solo había una ventana que estaba cerrada, delante unas cortinas de muselina estampada con motivos florales en diversos tonos de verde sobre un fondo amarillo, casi dorado. A ambos lados del lecho mesillas de madera oscura, quizás caoba, contrastaban con el blanco de la pared y con el cabecero de la cama, tapizado con la misma tela que las cortinas. Sobre una de las mesillas un crucifijo, de más o menos una cuarta de altura, parecía clavado en una roca. A los pies de la cruz una calavera sobre dos tibias cruzadas, elemento que llamaba la atención a quien no es conocedor de su significado o de su simbología. Al lado un cuenco de porcelana con jazmines frescos, su perfume enturbiaba agradablemente el ambiente. En la otra mesilla, dos libros de versos palindromos, un flexo de luz tenue, amarillenta, mortecina, lánguida como el último reflejo del sol antes de que la tarde se convierta en noche, y un cenicero recuerdo de un lejano viaje a Estambul. En la pared, sobre la que reposaba el cabecero de la cama, un cuadro con marco dorado de profusos relieves simulando una enredadera de hojas, en su interior, la imagen de una virgen niña con sus manos unidas a la altura de su boca en actitud de oración, rodeada de un paspartú de terciopelo rojo. A los pies de la cama, dejando el hueco necesario para posibilitar su apertura, un armario de la misma madera que las mesillas, una de sus dos puertas es un espejo, liso, frío, tan frío y tan liso como un témpano de hielo sobre el agua. En él se refleja la imagen de Don Jaime, tumbado en la cama, daba la sensación de estar esperando la barca de Caronte, triste barquero y sumiso de Hades. Del techo cuelga una lámpara de cinco brazos, de plata y cristal de Murano, una araña de innumerables piezas que colgaban al aire como lágrimas transparentes y que tintineaba con el más mínimo soplo de aire. Era una lámpara más propia del techo de un comedor que de el de una alcoba. De la pared lateral colgaban cuatro cuadros, medianos de tamaño, sus marcos también dorados, con láminas -de buena calidad- que representaban las cuatro estaciones: La primavera, encarnada por una joven vestida de pastora, rodeada de margaritones amarillos y espigas de trigo, al fondo se insinúa una bandada de aves exóticas buscando cobijo en el penacho de una palmera. El siguiente cuadro era el verano, estación representada por un sol redondo y grande, muy parecido al naipe del as de oros de la baraja española, rodeado por una guirnalda de frutas de la que destacaban racimos de uvas con sus correspondientes hojas de parra. El otoño estaba simbolizado con hojas amarillas arrastradas por el viento, al fondo, árboles y nubes blancas confundiéndose en el horizonte dorado de la tarde. Como es obvio, el invierno lo representaba la nieve, en este caso la estampa representaba un campo, un camino y una casa, todo bajo una capa de nieve blanca contrastando en un fondo azul oscuro y una orla de estrellas de plata. Por debajo de la ventana y delante de la cortina, dos sillas también de madera de caoba y asientos tapizados en la misma tela que el cabecero y las cortinas, parecían esperar a la suerte... ¿Cual de las dos sería elegida por la sibila para acomodase al lado de la cama?.
Don Jaime cedió el paso a la sibila, y tras entrar en el dormitorio, cerró la puerta sin hacer ningún ruido, entonces la tenue luz del flexo cobró vida y sembró de brillos los marcos de los cuadros y el rojo terciopelo del retrato de la virgen niña.
La sibila le indicó que se tumbara en la cama. Ella, acercando una silla, se sentó a su lado, espero que se acomodara y le cogió de la mano.
Un silencio prolongado, como el del momento de la consagración en misa, permitió que Don Jaime respirara profundamente sosegando las prisas de su ánimo, y que la sibila, segura de sí misma, buscara el hilo de su don entre la seducción y magia escondida en aquel silencio. Le cogió de la mano, éste ni notó ni presintió aquella conquista, esperó que la calma de aquel momento se convirtiera en reposo, en paz, en sosiego, en poema palíndromo antes de iniciar el descenso por la escalinata insegura de la vida.
-VIII-
Ahora cierre los ojos. Cuénteme que ve… Déjese llevar por el viento, no ponga palabras nuevas en su boca, olvide su humanidad, ahora usted es su único dios… Cuénteme que siente y que le muestran los ojos del alma.
-Frente a mí hay una mujer sentada, sostiene entre sus delgados dedos mi mano. Debe tener más de cien años. Sus cabellos cinéreos son pavesas atadas a finos hilos de seda, están desordenados de tal manera que crean una maraña que se pierde por debajo de su cintura. Son hebras, hilos pegajosos de una invisible y mortal telaraña que parece tejida en el vacío de la vida, del tiempo... De su alma.
-Déjese llevar, gire su cuerpo, gire su espíritu, observe desde todas direcciones, continúe diciéndome como es esa mujer, lentamente deje resbalar la mirada por su rostro...
-Su nariz es fina, alargada, se recorta como el límite entre el cuerpo y la nada en su perfil angosto y triste. Piel cetrina, fruncida, arrugada, marchita como los pétalos de la flor del magnolio cuando se agosta, parece pegada a los huesos con la misma fuerza con la que se ajusta un guante a los dedos de la mano. No, no hay espacio para carnes, ni músculos, escasamente para las venas que se intuyen como interminables gusanos azules presos bajo su piel acartonada. Las mejillas son de arena y se le hunden en los huecos que han dejado los que fueron blancos y esmaltados dientes. Los labios están abrochados y metidos hacia adentro. Intuyo que sus ojos son negros y arden como brasas de carbón, están cerrados.
La sibila se estremeció profundamente al sentir como la energía que manaba con fuerza de todo su ser, llenaba cada rincón, cada espacio, cada costura y cada resquicio de los sentimientos y ansiedades del alma de Don Jaime.
-Señor, descienda, descienda otro peldaño, sienta bajo sus pies la tibieza del frío, tenga confianza, no caerá. El vacío que está imaginando no existe.
Fue entonces cuando una ráfaga de lucidez, quizás de miedo, le alertó y supo que estaba ante una adivina de oráculos lejanos y ajenos, sacerdotisa retornada de Olimpos inciertos y distantes. Su intuición le avisó: la mujer que tenía enfrente era la misma que le daba la mano y lo mantenía en aquel espacio inmaterial. Era la mujer hechicera a la que él pagaba por su mágico poder. Con este convencimiento se armó de valor y aceptó su desafío de miradas. No sintió miedo, era como si la conociera desde siempre, estaba seguro que no le haría daño.
De repente todo cambio alrededor, se difuminaron los colores y un blanco sigiloso y brillante lo llenó todo. Detrás de la silueta de la adivinadora se hizo visible un cartel, él, lo observó y leyó despacio, como queriendo memorizar el texto, parecía pegado en la pared, escrito con una caligrafía perfecta de grandes letras en color rojo luciente sobre fondo blanco, y decía: “El Rincón Mágico de los Sueños y Revelaciones. Dos gratis”.
Nuevamente Don Jaime buscó con su mirada los ojos de la sibila, como tratando de cumplir el ritual no pactado de aquel duelo. Un hilo de energía le fue invadiendo mientras sentía como continuaba hundiéndose dentro de la mujer, y en medio de una gran calma le susurró al oído:
-He soñado con mi muerte ¿Qué significa eso?
La respuesta no llegó como un sonido, ni como susurro, ni siquiera como un rumor... Fue el estallido del eco de toda su vida. Don Jaime se estremeció, nunca había sentido dentro de él un estrépito semejante. Después le invadió el silencio, un silencio grave, conmovedor, que se apoderaba de su voluntad.
-Según el libro mágico de los sueños, cuando se sueña que se está muerto. significa, si estás enfermo, un rápido alivio de las preocupaciones, una rápida curación, y si el encuentro con la muerte persiste anuncia que en un futuro habrá un nacimiento. ¿Algo más?... Te queda otra revelación sin que tengas que pagar por la respuesta, dijo la sibila mientras le indicaba con un gesto de cabeza que debía bajar otro peldaño.
Don Jaime, no queriendo desaprovechar la oportunidad, continuó:
-También he soñado que hablo con un muerto.
La respuesta de la sibila no se hizo esperar, llegó envuelta en el aire de un acorde de oboe:
- Significa que pronto llegaran hasta ti buenas noticias.
Otra vez el silencio invadió aquel universo en el Don Jaime se sentía como pompa de jabón, flotando en un constante sube-baja y con el miedo permanente de dejar de ser agua para ser nada.
-Sólo concedo dos respuestas gratis, a partir ahora, quisieres escuchar la verdad, debes pagarme. En este mundo todas las verdades hay que pagarlas, solo las mentiras, a veces, son gratis.
-¿Quiere decir que todo lo anterior no es verdad?
-¿Acaso me estás llamando mentirosa?... No estoy diciendo que lo revelado sean verdades o mentiras. Ya te dije que esas eran las respuestas según lo descrito en el libro mágico de los sueños. Mis sentencias, sin embargo, pertenecen al mundo de la sabiduría. Las revelaciones por las que cobro son siempre verdades, eso puedo garantizarlo. Sobre lo demás, lo escrito en libros mágicos y en los prospectos de pócimas y conjuros, no me hago responsable.
Las palabras de la sibila se fundieron en calma, en un nuevo estado de reposo. Don Jaime intuyó que el verdadero silencio era como un papel celofán que lo envolvía todo, como la cáscara del alma que va desprendiendo energía y, muy despacio, sin prisas, recorre un largo camino hasta hacerse carne... Fue entonces cuando se atrevió a preguntar.
-¿Y cuánto cuesta la verdad?, ¿Seis monedas más?, ¿Seis veces seis monedas?
La respuesta de la sibila fue un latigazo que hizo gritar de dolor al silencio y rompió la callada calma:
-Tu vida.
Dos palabras que le quedaron enredadas en la cabeza, iban y venían, subían y bajaban… Se acercaban amenazantes para después marcharse, abandonando a Don Jaime en un desasosiego de incertidumbres.
Durante varios minutos, la sibila no abrió la boca. Su mudez se hizo palabra para decir:
-Me entregarás tu vida a cambio de descubrir la verdad de tu existencia, y cuando termine de revelarte el verdadero significado de tus sueños deberás acompañarme. Este es el precio por conocer la verdad.
Don Jaime escuchó aquellas palabras, que de tan mudas parecían desesperados gritos de quien huye de la muerte, y sin que la intranquilidad perturbara su ánimo y preguntó:
-¿No te parece excesivo el precio a cambio de la información que me ofreces?... No creo que por ese elevado coste valga la pena interpretar el significado de unos simples sueños o el alcance de las premoniciones que me hacen suponer que no soy el que soy.
-Si lo crees así, ¿Porqué mandaste a buscarme? ¿Para escuchar lo que te dije sobre el rápido alivio de tus preocupaciones, la cura a tus enfermedades o el nacimiento de una nueva vida?... Si eso es lo que querías, ya está... Y no te ha costado nada saberlo.
Algo indescriptible se revolvía en el interior de Don Jaime. No quería, de ninguna forma, entregar la vida a cambio de conocer los acontecimientos que había llenado su vida, ni de saber el motivo de unos sueños sin significado, por otro lado, un deseo irrefrenable bullía en cada rincón y en cada esquina de su endeble alma. Había llegado hasta allí para encontrar respuestas y no para marcharme con un inmenso vacío. No se trataba tan solo de saciar la curiosidad que sentía desde hacia tanto tiempo, era la arriesgada pretensión de saber y entender la verdad sobre su vida misma. ¿Cómo cazar la polilla entrometida que corroe y a la vez enriquece la vida?
Don Jaime se llevó las manos a la cara tapando la nariz, como no queriendo respirar el aire que se iba llenando del polen que ascendía desde lo más profundo y vacío de él. Al momento su aliento se hizo resuello, jadeo resoplido y nuevamente silencioso... Necesitaba entereza para afrontar con determinación aquel turbador oráculo.
-¿Tendré que firmar un contrato como acostumbra a pedir el diablo cuando concede deseos a los mortales a cambio de sus almas?
-¿Tengo yo, acaso, aspecto de demonio?
Contestó la sibila, y continuó:
-Ni soy el Mefistófeles del doctor Fausto, ni te ofrezco sabiduría, amor o juventud, riqueza o poder a cambio de tu vida... Solo te entregaré la verdad que andas buscando, además, no te he pedido tu alma a cambio, solo la vida. Algo de lo que, todos los mortales tarde o temprano, han de desprenderse, ya sea con verdades o con mentiras. Yo no te ofrezco quimeras, te doy lo que viniste a buscar: la verdad, no solo la de tus sueños, sino la de tu vida.
-IX-
Aquellas palabras no las pronunciaba el viento, sino el aire que desprendía el alma de aquella mujer centenaria. Don Jaime continuó preguntándole:
-¿Y cómo sabré que son verdades? Todos nos creemos poseedores de ellas. ¿Cómo reconoceré que lo que tú llamas verdad lleva la marca indeleble de la certeza?
Un gemido, aún más escalofriante que los terribles silencios que antes había escuchado, cayó sobre él como cuando cae, de golpe y sin previo aviso, la grandeza tibia del arco iris sobre la tierra recién mojada. Sintió inquietud y desasosiego en el espíritu.
-Lo sabrás porque solo si son verdades vendrás conmigo. Solo de la mano de la verdad cruzarás el río de la muerte. Si son mentiras te quedarás en la orilla en la que estás ahora. Dijo la sibila con voz tranquilizadora.
-¿Y si me arrepiento y no quiero seguir escuchando las verdades, me puedo quedar en esta orilla?
-Podrás. Las verdades nunca deben ser a medias. Es lo más atroz que les puede pasar tanto al que las dice como al que las escucha. Cuando no desees continuar dímelo y el carrusel de tu vida se detendrá para que tu y tus deseos podáis apearos.
La avidez irreprimible por saber lo que había sido, lo que era y lo que sería superaba a la sensación de miedo que ante un final imprevisto podría sobrevenirle. No pudo seguir pensando. Además, supuso que su ingenuidad no iba a ser tan fuerte como para llevarlo al extremo de sus averiguaciones, en un momento determinado, cuando él considerara que tenía la información necesaria, podía parar... Si, si... Eso haría, sin lugar a dudas. Se dijo a sí mismo para darse confianza y envalentonar su espíritu ante tanta perplejidad y tanto miedo disimulado.
Fue un relámpago, un fusilazo de luz negra, un escalofrío que estremece lo cercano y lo lejano, lo propio y lo ajeno. Un instante eterno, tan corto y tan largo como la vida. Después, sus labios, que ya no parecían suyos, dejaron escapar el permiso que aquella mujer sin alma estaba esperando, y dijo:
-¡Comienza! Quiero saber.
-Baja un escalón más. El tibio frío se tornará caricia de agua... No tengas miedo, mi mano te sujetará el alma, cuando tu vida comienza a girar... No temas, el agua solo llegará hasta tus rodillas, está sembrada de caracolas y algas azules. Baja otro escalón...El agua llega hasta la tu cintura. No temas, son sirenas las que acarician tu sexo. No sueltes mi mano, baja un escalón más... El agua te cubrirá y llenará todos tus espacios, no temas, aquí respirar no es necesario para vivir. Te sentirás pequeño, pequeño, diminuto, mota de polvo de estrella que trae la luz del viento. Sosiega tu espíritu... Ya estás en el vientre de tu madre...Yo no diré nada más, guardaré silencio para que conozca las respuestas que tanto anhelas. Ni tan siquiera será necesario que hagas las preguntas. Las verdades no tienen necesidad de decirse, simplemente son y nada más.
Don Jaime comenzó a ver su vida desfilar ante los ojos de la conciencia que siempre le había acompañado. Un destello de sucesos le iluminó el alma, el ánimo y el corazón. Fue entonces cuando comprendió el porqué había llegado hasta allí y porqué no recordaba ni su infancia ni su juventud... En ese momento no sabía ni tan siquiera quien era ni de donde venía, solo que era un ser sin historia y sin presente. Se había desvanecido todo recuerdo de su existencia, cualquier señal que le atara al pasado no existía, no tenía mención alguna ni a la alegría o al dolor que todos llevamos prendidos en el ojal del recuerdo. Por no tener no tenía ni el pecado original del que habla el catecismo. No recordaba en que momento de su vida había decidido dejar de ser quien era para transformarse en lo que es. Comenzó a sentir los roces del pasado, los arañazos del tiempo, los sucesos y la incertidumbre que habían tejido la débil hebra de su vida. Necesitaba escribirlo en el aire con sus palabras, gritarlo en la encrucijada de los caminos que conducen a la vida y a la muerte, dictar los recuerdos, como si fuesen nuevos, para que la historia anotara en su libro que él también había existido, y, comenzó diciendo:
-Mi madre me subió a cuestas de la miseria desde antes de nacer. Luego, me llevaba a rastras por toda la ciudad pidiendo para los dos. De mi padre nunca supe ni pregunté, no tuve tiempo... Fue una hoja de parra prendida en el sarmiento seco de la vida . Desde que nací fui uno más de los miles de niños y niñas, reyes y reinas, señores y señoras de la avenida, de la calle, del callejón... Era la lluvia la que me bañaba, el sol el que me secaba. El asfalto y el adoquín me tiznaban, la tierra me empolvaban el cuerpo. La luna acariciaba mi cara, las estrellas se entretenían en hacer rizos en mi pelo. La hierba perfumaba mis manos y la fiebre me coloreaba los labios y las mejillas cuando, agitándome por la tos, huía a refugiarme en cualquier lugar de aquellas avenidas de asfalto, de aquellas calles de adoquines y de aquellos callejones de tierra. Mis ojos sobrevivieron a muchas fiestas de cumpleaños, siempre las celebré a través de los cristales de las ventanas, me acercaba a ellos, pegaba la nariz al frío del vidrio, y cuando alguien se daba cuenta de mi presencia, con la mirada y una mano extendida, pedía los restos de una tarta iluminada con relucientes velitas. Desde la luz de las risas, tras los ventanales, escuché cientos y cientos de veces eso de: ¡Cumpleaños feliz... Cumpleaños feliz…Te deseamos..! … Jamás nadie lo cantó para mí.
Don Jaime agitaba las manos sobre su cara, quería impedir que sus lágrimas regalaran mas sal al agua que le cubría y en la que la luz era música, el silencio paz y la vida se podía tocar porque estaba atada al vientre, al dulce vientre de su madre. Don Jaime estaba emocionado, nunca había sentido tanta grandeza, jamas había tenido a su alcance un milagro... Si... -Se dijo- este es el milagro de la vida. Después de un breve silencio, respiró y continuó diciendo:
La música, las carcajadas de los payasos, los juegos y la compañía de otros niños no me pertenecían. Tal vez no era merecedor de esa felicidad. Yo solo miraba, solo esperaba…Nunca jugué, nunca exploté globos ni apaleé piñatas. Jamás rompí los relucientes envoltorios de los regalos… Ni abrí ninguno. Tal vez fue porque no supe que día nací. El nombre, mi nombre, me lo puso -sin querer- una elegante señora cuando mi madre se le acercó para suplicar una más de las limosnas que mendigábamos a diario. “Te pareces a mi nieto Jaime”, exclamó la señora al depositar una moneda en las penitentes y suplicantes manos de mi madre: “Que Dios te bendiga hijo”… Ese fue mi bautismo.
-X-
Me gustaba el sonido que dejaba el eco de aquel nombre: Jaime, Jaime... Y a cada paso lo repetía: Jaime… Jaime. Desde aquel momento fui ese nombre y nada más.
Antes de los quince, dejé de ser niño de la avenida, de la calle o del callejón, me convertí en uno más de aquellas mismas avenidas de escaparates, de las mismas calles con portales y ventanales, de callejones de puertas traseras de bares y oscuridad. Mi inocencia se quedó dormida, o quizás, se marchó al encuentro de mi madre que me había dejado solo. Ella voló a los cielos, partió sin nadie que la acompañara, como siempre suplicando, en este caso no un pedazo de pan, sino de gloria por amor…Ahora no sé quién de los dos, si ella o si yo, necesitaba más compañía para no ser devorados por la soledad.
¿Por esos caminos de aire, de luna, de sol y de Dios también andarán pedigüeños mendigando?
Mi madre era una mujer dulce y como tal conocía todas las debilidades del cuerpo y del alma. Las mujeres dulces llevan prendida en la mirada la compasión y la ternura, y en su bolso, guardados a buen recaudo, los buenos consejos que solo ellas saben dar cuando conversan envueltas por el blanco de las sábanas. Ahora recuerdo la sirena de su espalda, azul, tatuada a la altura de su hombro izquierdo, tenía cola de sardina y el pelo, como si estuviera mojado, tapaba uno de sus pechos. Era una sirena bien bonita que raramente me enseñaba, cuando yo le decía que quería verla me respondía que de tanto enseñarla se iba a desgastar y se quedaría sin ella. La sirena azul era uno de sus tesoros. En una ocasión le pregunte que porqué era un tesoro, ella titubeó antes de contestar, y cuando lo hizo dijo:
-Ya eres mayor, así que te voy a contar una historia, una bonita historia de delfines y sirenas…
Nunca la había oído hablarme con tanta devoción y cariño, grité de alegría… Nadie me había contado un cuento y nadie me había dicho que ya era mayor y podía escuchar historias. Ella continuó diciendo:
… Hace tiempo, tú aún no habías nacido, llego a puerto un barco grande, dorado, era el barco más hermoso que había visto. Dicen que cuando entró en el puerto, delante de él venían sirenas separando las aguas, y detrás, en su popa nadaban delfines que las iban cerrando. Los marineros de aquel barco llenaron las tabernas y los garitos del puerto. En cinco días se bebieron todo el ron y el aguardiente que había en los almacenes, no solo del puerto sino de toda la ciudad. Aquel barco trajo amor y desamores, enriqueció a los dueños de los bares, a los camareros, a los que hacían negocio vendiendo comida, y por supuesto a muchas dulces mujeres. Fueron días de canciones y sentimientos, cuando se terminaba el repertorio de los tango cantados con bandoneones de cedro, comenzaba el de los fados de triste bandurria. Ya de madrugada, eran las guitarras y los viejos cuplés los que sonaban hasta ver llegar el día. Así pasaron cinco días, de botella en botella, de canción en canción y de cama en cama. Yo trabajaba en el puerto, de vez en cuando vendía mi compasión y mis consejos, de vez en cuando llenaba de amor y caricias el tiempo y el deseo de arrogantes marineros. Fue por la tarde, antes de que la luz se hiciera estrella, antes de que el horizonte se fundiera con el mar oscuro y distante, cuando bajo del barco su capitán. Alto, fuerte, garboso, delgado como el mástil que aguanta la vela mayor. Apuesto y distinguido como el sol de media noche. A la puerta del bar se fijó en mí, hizo un gesto con su cabeza y dos de sus marineros pusieron en mis dedos anillos de plata.
-¿Cómo te llamas? Preguntó en voz baja.
- Me llamo Perla. Le respondí en voz alta.
Nos perdimos entre el blanco de las sábanas en una habitación de la planta más alta del Hotel del Mar. Supo como llenarme de besos, de caricias nuevas, recién inventadas. Regalarme la seda de vestidos traídos de la china y el crespón bordado de mantones de Manila. Nunca vi hombre tan atento. La sirena fue su regalo de despedida, hizo que el marinero tatuador del barco la pintara en mi espalda, él, para también recordarme, se la tatuó en su antebrazo derecho. A los cinco días volvieron las sirenas y los delfines, y el barco, dejando una estela blanca en el mar, se fue perdiendo entre el agua y el cielo, entre caracolas y brillos de lunas de plata. Yo quedé en el puerto, con una lágrima en la mano y una sirena azul tatuada en la espalda.
Silencio, otra vez silencio, y Don Jaime cerro su mano para que no se escapara el recuerdo de aquella lágrima. Sintió frío y un sentimiento dulce puso fin a aquel momento en el que su madre bajó del cielo de los pobres para regalarle una sirena azul a sus recuerdos.
La sibila soltó la mano de Don Jaime. Sin duda lo hizo para darle un descanso y pausar el acelerado descenso a su infierno particular.
Ahora aquel agua que le cubría protegiéndolo y dándole calor se convirtió en hierba, en fresco heno, en pradera de tréboles de cuatro hojas, en un campo sembrado de suerte y amapolas blancas…
...Se recordó trepando por las ramas altas de los árboles del parque, buceando entre las hojas de los magnolios buscando nidos de pájaros tejedores y de oropéndolas salvajes. Atando y desatando la luna a las rejas del día para que el sol recargara su luz.
Nuevamente las palabras quisieron continuar escribiendo otro capítulo de su historia, surgían de su garganta como peces de colores que huyen del agua buscando el roce fresco de la hierba.
Hasta este momento nunca había hablado, ni con él mismo, de su madre. Los recuerdos sobre ella no estaban impresos en el olvido de su memoria, ni tatuados en su pecho o en el brazo, como los corazones en llamas de los marineros del arrabal del puerto o la sirena azul de la espalda de su madre.
-XI-
La sibila soltó la mano de Don Jaime, que temeroso cerró los ojos y guardó silencio. Sin duda lo hizo para darle una tregua en aquella batallas que libraba contra sí mismo y pausar el acelerado descenso a su infierno particular.
El agua que le cubría por completo, que lo protegía y daba calor se convirtió en hierba, en fresco heno, en pradera de tréboles de cuatro hojas, en un campo sembrado de suerte y amapolas blancas… Se recordó trepando por las ramas altas de los árboles del parque, buceando entre las hojas de los magnolios buscando nidos de pájaros tejedores de nidos colgantes y de oropéndolas salvajes. Atando y desatando la luna a las rejas del día para que el sol recargara su luz.
De nuevo las palabras quisieron continuar escribiendo otro capítulo de su historia, surgían de su garganta como peces de colores que huyen del agua buscando el roce fresco de aquella hierba verde que, como algas saladas, giraban alrededor de cu cuerpo. Cayó en la cuenta de que nunca había hablado, ni con él mismo, de su madre. Los recuerdos sobre ella no estaban impresos en el olvido de su memoria, ni los llevaba tatuados en su pecho o en el brazo, como los corazones en llamas de los marineros del arrabal y del puerto.
La sibila intuyó que Don Jaime volvía a estar preparado para continuar el viaje y le cogió de la mano. Le hizo sentir como un hilo de energía trazaba en su interior el camino que le guiaba para no perderse en el laberinto de su existencia. Él continuó narrando los recuerdos de su vida, que llegaban hasta él saltando las alambradas del tiempo.
-Yo seguí creciendo, mendigando a veces, a veces llorando y siempre muriendo en cada amanecer. Ella, mi madre, cada día, con sus tardes y noches, en mi recuerdo se fue haciendo más de nada y mucho de poco. Ahora sé que a cada minuto, cuando me miraba o cuando se entretenía en ordenar los pelos de mi flequillo, la vida se le rompía en un millón de lágrimas por los regalos de Reyes y cumpleaños que pudo comprarme, por el cariño y los besos que en pocas ocasiones me demostró, por el dolor y la soledad que fueron mis compañeros de juego y pupitre… Por las mentiras que los cielos prometían a los bienaventurados miserables como ella.
Un alud de nieve roja cayó de aquella montaña imaginaria en la que se iban convirtiendo sus vivencias. En ese momento decidió no seguir hablando de su madre. No había nada más que decir. Se tapó la boca para no decir que en su recuerdo, ella, no tenía ni tierra ni lápida en ningún cementerio.
-Estoy convencido que fue la luz del sol o de la luna la que guió sus pasos por el estrecho sendero que lleva al cielo, que no fueron necesarias ni corona de flores, ni velas, ni misa... Sólo quedaba la posibilidad de una despedida posible, la que por costumbre y caridad corresponde a un alma pobre. No quiero recordar más... Las espinas de las flores de la imaginaria corona se me clavarían en las manos y en el alma.
La sibila sintió un torbellino en su interior, la energía que trasmitía a Don Jaime se agolpaba y no le daba tiempo a llenar todo su vacío que se hundía y hundía en la tibieza acogedora que le rodeaba. Otra vez le soltó de la mano, de este modo le dio tiempo para que recompusiera y ordenara en su memoria aquellos recuerdos.
Pasó un largo instante, casi un momento y dijo:
-Podemos continuar.
La mano de la sibila rozó la de Don Jaime, fue una caricia de energía, un beso de aire, un pellizco de cariño... Fue el gesto que él esperaba para bajar otro escalón en aquel descenso interminable. La sibila, para apaciguar su emoción, susurró a su oído:
-Lo está haciendo bien... Déjese llevar como hasta ahora, ya hemos recorrido gran parte del camino y quedan pocos escalones para llegar al final.
Don Jaime recobró confianza en sí mismo, la energía que se agolpaba en la mano de la sibila le hizo continuar:
-Sal, agua, sal, gaviota chillona, sal, agua... Mar. Tengo 15 años, entro y salgo de los bares del puerto haciendo recados, llevando y trayendo cajas con botellas de aguardiente y licor de un almacén a otro. No gano nada, solo alguna botella que se extravía entre las pilas de maromas o entre las cajas apestosas de tanta escama y tanta sal muerta. De madrugada ha llegado al puerto un barco mercante. Es grande, su eslora sobrepasa al muelle en el que está anclado. Se ve que es un barco importante y que mar a dentro debe cortar el agua como si fuese un cuchillo. En el casco tiene dos hileras de ventanas redondas a ambos lados, son los ojos por los que los marineros se asoman y miran al cielo rezando para llegar sanos y salvos a puerto. Estoy observando, mirando con determinación, como si quisiera memorizar, cada uno de los detalles que desde el muelle se dejan ver. Me llama la atención las letras plateadas que indican el nombre del buque: “Sol de Media Noche”. A pesar de ser plateadas son brillantes haciendo honor a lo que indican. Aquel nombre, estaba seguro, lo había escuchado antes, pero no recuerdo ni dónde ni cuándo. Seguramente se llamaba así porque su bandera era de algún país donde, en ocasiones a lo largo del año, el sol no termina de ponerse cuando ya ha amanecido. Sí, debe ser por eso. No veo marineros en su cubierta... Han debido de desembarcar y estarán por las tascas bebiendo ron y conquistando a las mujeres dulces... Seguramente. Este barco me atrae, no me es desconocido, es como si hubiese venido a por mí, o como si yo lo estuviera esperando...No sé. Inesperadamente una voz, grave como un trueno, dice:
-!Tú, muchacho...Muchacho!
-¿Es a mi señor?
-Sí, a ti... Y no soy señor, soy capitán... Si me traes una botella de ron te la pago al doble de su valor.
-De inmediato tendrá su botella si además de pagar el doble por ella me deja subir al barco.
-!Está bien!...Vé, vé a buscarla y cuando vuelvas sube sin pedir permiso. Venga, venga.... !No me hagas esperar!.
Ahora me inunda aquella sensación de sobresalto. Algo me dijo que el acontecimiento no era casual, que tendría en mi vida una importancia de la que ni yo mismo era, ni sería, consciente. Apresuradamente busque la botella que el capitán me había pedido, procuré que fuera del mejor ron que se vendía en el puerto. De regreso al muelle pude comprobar, nuevamente, lo majestuoso que parecía aquel mercante comparado con los demás barcos atracados en el puerto. Nervios por dentro y por fuera, comencé el ascenso por la pasarela de tabla que unía el cemento del muelle con el acero de la cubierta, que a cada paso temblaba, me balanceaba de un lado a otro. No perdí el equilibrio a pesar del temblor que en mi cuerpo ondeaba como aquella bandera azul celeste atravesada por una cruz amarilla, que en lo más alto del barco indicaba la nacionalidad del buque y espantaba a las intranquilas gaviotas. Al llegar a cubierta me tope con el capitán, era alto, fuerte, garboso, delgado como el mástil que aguanta la vela mayor. Apuesto y distinguido como el sol de media noche. Esta descripción, ¿La estaba haciendo yo o la había escullado antes?, en ese momento no le dí importancia a aquel pensamiento y continué escudriñando su aspecto: los ojos eran azules, tan azules como la bandera, el cielo y el mar en calma. Dio un par de zancadas y extendió el brazo reclamando, con un gesto de su mano, la botella que me había encargado.
-Tome, capitán. Su botella de ron.
-¡Trae, trae!
-Deseo que sea de su gusto, y si no es así voy a buscar otra.
El capitán, casi sin hacer fuerza sacó el tapón del cuello de cristal verde de la botella, echó un trago sin apenas saborear el licor. Fue después de chasquear la lengua contra el paladar y juntar sus labios, cuando dijo:
-Esta bien, me gusta... Es de buena calidad. En este puerto siempre hay buen ron y bellas mujeres dulces.
-Es el más caro que hay en el puerto, he pagado por él tres monedas, así que usted me debe seis.
-Si, si, muchacho, descuida que te las pago.
Tras decir esto el capitán acercó la botella a su boca y bebió nuevamente, esta vez más despacio, sin prisas, saboreando el licor, eso sí, al terminar el trago, dejó escapar al aire un nuevo chasquido como queriendo indicar su complacencia.
-Ya puedes curiosear por cubierta, ten cuidado con los arpones no vayas a caer sobre ellos. Dijo con voz aguardentosa que tenía tacto de lija.
-XII-
Un extraño balanceo sacudió mi cuerpo, estaba nervioso, a pesar de mi edad y malvivir en el puerto, nunca había subido a la cubierta de un barco tan colosal. En él todo era grande, las amarras, las poleas, escotillas...Y todo estaba limpio, muy limpio, desde la proa hasta la popa, desde babor a estribor, aquella cubierta parecía tan limpia como una patena, no había restos de escamas ni de sal muerta. Tuve una grata sensación de quietud y a la vez de infinita intranquilidad, sentí que de cuerpo y alma formaban parte del timón del barco. Vi en la proa, a babor, los arpones que estaban apilados de tres en tres, sus tamaños era considerables por lo que pensé que su peso también debía serlo. Dí varias vueltas sobre mí, respiré profundamente y, sin darme cuenta, hice que mi lengua se apoyara sobre el paladar para que al abrir la boca se escuchara un chasquido... Me sentí capitán.
-Muchacho, acércate...
Dígame capitán.
-¿Tu vives en este maldito puerto?
Sí capitán, siempre he vivido aquí, nunca salí de esta ciudad ni me alejé mucho de este barrio de mujeres dulces y marineros tatuados.
-Ven, siéntate aquí al lado de este viejo capitán.
No supe decir que no, me dejé caer sentándome a su lado, sobre un cesto de amarras, entonces vi como el marinero inspeccionaba mi cara, miraba mis ojos y cerraba levemente los suyos requiriéndoles concentración... Quizás no esté bien de la vista, pensé. Al momento continuó hablando, me contó que hacía más de 15 años que no visitaba este puerto, y que la última vez que estuvo, cuando bajó a tierra en una cantinas, conoció a una mujer hermosa, tan hermosa como la aurora boreal del norte, tanto como El Sol de Medianoche, o como las sirenas azules que juegan a ser las carceleras del mar. Era hermosa, amable como el perfume de la rosa cuando escapa de entre los pétalos, rojos de tanto olor.
Bebió de la botella, guardó un pensativo silencio que interrumpí al decirle:
Estoy seguro que aquella mujer era muy hermosa, aquí todas las mujeres dulces son serenas, alegres, apacibles y llevan impregnado en sus mejillas el olor de la flor... ¿Recuerda su nombre?
-Sí, recuerdo su nombre. Era tan marinero que difícilmente se puede olvidar... !Perla!
¿Perla?... Pregunté.
-Sí, Perla... Se llamaba Perla... ¿Tú la conoces?
No, no, yo no la conozco, contesté. En ese momento una llamarada de frío recorrió mi norte y mi sur. Me sentí humo queriendo escapar por cualquier poro de mi piel, como si la rosa de los vientos marcara en mi frente el destino de mi alma.
Perla, Perla, Perla.... Repetía en voz baja mientras su semblante se quebraba, quizás por el más dulce de sus recuerdos... La botella de ron ya estaba algo menos de media. Continuaba haciendo aquel chasquido después de cada trago, era un rito, o como si tuviera de antemano asignados los chasquidos y los tragos que debía dar a cada botella.
-Perla. Su piel tenía el color, y el mismo tacto, de las perlas blancas que atesoran las ostras madres que viven en el fondo del mar negro. Sus ojos... Dos perlas negras. Ella, dulce como las guindas rojas de la Ribera de Usagre. Perla, no podía llamarse de otra manera... La dejé en el muelle, despidiéndome con la más hermosas de la sonrisas y con una lágrima escondida en su mano...
Un nuevo sobresalto, un calambrazo que entumece y aturde, como la explosión de una estrella que se hace luz de pólvora cuando estalla en el cielo. Un “no es posible” que “sí era posible”. El encuentro, eventual y verosímil de mi realidad desconocida, con la tangible probabilidad que la intuición pone en el pensamiento... Todas las incertidumbre tomaban consistencia y ponían orden en mi ignorancia. Consideré que lo más prudente era guardar silencio y quedar a la espera de nuevas casualidades o de inesperados acontecimientos. Aún así, en mi cabeza, no cesaba de girar la casualidad de que aquel marinero alto, fuerte, garboso, delgado como el mástil que aguanta la vela mayor, fuese el mismo de la historia que mi madre me había contado, y si era así... ¿No sería una extraña coincidencia, un capricho del destino, que estuviese en presencia de mi padre? No podía dejar de pensar en fechas, en parecidos, en coincidencias... Continuaba sin dar crédito a aquella realidad que me desbordaba. Presté atención a las palabras del capitán que continuaba hablándome, como si me conociera desde siempre:
-Muchacho tu cara no me es ajena. ¿estas seguro que nunca estuviste en otros puertos?
Sí capitán, estoy seguro. Cuando le miro siento que las orillas de su cuerpo y los filos de su alma no me resultan extraños, es como si los míos fuesen una prolongación de los suyos.
-En este puerto lejano y triste solo estuve aquella vez, la ruta de la seda y el café no pasa por este mar triste y lejano. Aquí solo se viene a beber ron y a recibir la compasión, la ternura y los sabios consejos que las mujeres dulces dan entre sábanas.
Me atreví a interrumpir para preguntarle:
¿Perla?... ¿Es el nombre que ha dicho antes?
-Sí, Perla. La dulce Perla.
Yo conocí a la mujer más hermosa y más amable de alma. Ella me arrastraba por las calles y avenidas, por las puertas de los bares y de las iglesias, me encaramaba en su espalda cuando estaba cansado... Pasábamos el día pidiendo limosnas. Siempre con la mano extendida y la mirada en el suelo, siempre con los pies descalzos y las manos llenas de nada. Nunca pregunté su nombre, para mí siempre fue “madre”.
-¡Ya!... Veo que no has tenido una infancia fácil.
Ni fácil ni difícil, era la mía y nunca quise compararla con la de otros niños. Le dije.
-XIII-
El ron de la botella se acaba, apenas quedan dos dedos, le dije:
Capitán, ¿Quiere que vaya al bar y le compre otra botella?
-No, no voy a beber más.
¿Bajará luego a beber o a visitar a las mujeres dulces?
-No, tampoco. Me conformo con imaginar a la sirena azul tatuada en la espalda de Perla dándome compasión, ternura y sus sabios consejos.
Aquella frase refiriéndose a una sirena azul tatuada en la espalda de la mujer que él llamaba Perla, vino a confirmar las sospechas que en mi corazón sentía ya como ciertas. En ese momento guardé una lágrima en mi mano. El capitán arrojó la botella por la borda y cogiéndome del brazo dijo:
-Vamos hijo….
¡Hijo! Mi corazón dio un brinco que me hizo perder el equilibrio. El, sujetó mi brazo diciendo:
-¡Muchacho que el ron lo he bebido yo!...
Un chasquido de la lengua contra el paladar y una sonora carcajada salieron de su boca casi al unísono. Así, cogido por el brazo, Me llevó hasta el puente de mando.
-Te voy a enseñar el más valioso de mis tesoros, el más preciado por mi corazón, el más secreto, el mejor guardado, porque, cuando un tesoro sale a la luz o se publica, se sufre, se pierde parte de la propiedad porque compartes el misterio y el secreto deja de serlo.
Del cajón de una mesa, donde tenía mapas y planos de acantilados desconocidos, sacó una foto, y seis monedas.
-¡Mira!, me dijo…
Y me enseñó la foto: era él y, a su lado, una hermosa mujer vestida con un traje de seda azul y un mantón amarillo con flecos largos.
-Es hermosa, ¿Verdad?
Si, muy hermosa, tanto, tanto como mi madre… Le contesté...
... Y la lágrima que había guardado se cayó de mi mano. Con ella, la sirena azul de mi recuerdo tenía agua donde nadar y sentirse carcelera del mar.
-No llores muchacho. No llores. Lo supe desde que te vi acercándote por el muelle, detrás de ti, como una sombra blanca, venía Perla protegiéndote como lo hace una madre cuando su hijo se enfrenta a un pasado que le es ajeno y desconocido.
Le miré a la cara y me reconocí en ella con treinta o cuarenta años más. Entonces me dijo:
-Con estas seis monedas pagué la compasión, la ternura y sus sabios consejos, y ella, el día que nos separamos me las devolvió diciéndome: ¡Toma, te devuelvo tu dinero… Yo por amar no cobro!
La sibila volvió a soltar la mano de Don Jaime, a la vez, éste, respiró profundamente, cogió aire suficiente para detener la energía desbocada que le hacía recordar y recordar. Abrió los ojos, miró a la sibila y sintió como aquellos recuerdos se grababan en la cara y la cruz de aquellas seis monedas. Al rato, bajó otro escalón, ya sin temor, sin prisa, con la confianza de saberse cada vez más poseedor de su historia y de él mismo.
-Estoy en cubierta. La brisa es fresca y llega con olor a sal viva y limpia. Aprendo las artes de la navegación, a mi lado el capitán, -para mí siempre será el capitán, sin nombre propio como mi madre- me adiestra en el manejo de la brújula, de la corredera, de la sonda, del compás de demoras, del astrolabio, de las reglas paralelas y del sextante. En poco tiempo, a base de practicar y más practicar, manejé con destreza no solo los instrumentos de navegación, sino también la voluntad de los marineros. El capitán me instruye constantemente, sin tregua, y yo, que nunca fui nadie, me sentí importante.
-Respire, Don Jaime, coja aire y continúe recordando.
-"El Sol de Media Noche", tal como imaginé, era un cuchillo afilado que cortaba el agua abriéndose paso entre la espuma blanca. Hice más de treinta viajes por la ruta de la seda y el café. Llegue hasta donde el horizonte de tan azul se convierte en cielo. Conocí los acantilados donde anidan las aves con picos de oro, las islas del coral que de tan rojo arde en el fondo del mar. Las playas donde se aparean las caracolas de nácar y las islas verde esmeraldas en las que viven pájaros que trinan como ángeles y otros más pequeños, que pasan las madrugadas de verano llamando a sus hembras, a los que llaman sátiros. Estuve en las tierras donde sus habitantes de día son hombres sirvientes con guantes blancos, y por la noche doncellas amables de cofia blanca y zapatos con tacón alto, de ellos aprendí que cada uno somos de un color distinto, y que llevamos el alma atada a la espalda. El capitán, día si, día no, me enseñaba la sirena azul tatuada en su antebrazo derecho, me dijo que así no olvidaría ni a mi madre ni las penurias de mi infancia, y valoraría más el poco o mucho valor de mis riquezas. Era un hombre sabio, muy sabio, por saber conocía donde comienza y termina el mar, sabía que los ojos de la noche eran las estrellas y las luces de los faros, que, de cuando en cuando, avisaban de hasta donde llegaba el agua. Así pasaron los años y los viajes, aprendiendo que en mar hay verano y también invierno, que cuando nieva y los copos tocan en agua se tornan pececillos trasparentes que tardan en crecer tanto como la música en el silencio del agua.
-Apacigüe su mirada, sienta el calor de mi mano... Hable, hable...
-Una noche el aire traía olor a despedida, la luna se ausentó y los ojos del cielo se cerraron. Sin previo aviso, sin la advertencia de las ondinas en el puerto cuando se avecina galerna, el capitán se marcho. Otra vez me encontré solo, ya nunca tendría una sirena azul que mirar, ni una lágrima que esconder en la mano. Después de quince o veinte viajes más volví al puerto de donde partí. Ya no era el niño que escondía botellas de licor entre las apestosas cajas de arenques, no era quien se asomaba por las ventanas para ver como las mujeres dulces daban a los marineros compasión, ternura y sabios consejos. Ahora, en "El Sol de Media Noche", traía todo lo que el buen dios de los pobres me había negado en mi infancia multiplicado por mil, y la suficiente fortuna para no tener que mendigar ni un trozo de pan ni un sabio consejo.
-XIV-
-El hilo de energía que me conduce y me guía se está debilitando. Se agota, su intensidad, su fuerza y su luz ya no son ciclón indomable, sino brisa amable que pone frescor y perfume en la tarde. En la percha de mis recuerdos se van colgando estos últimos, que son los más cercanos en el tiempo, en este tiempo que entre mis manos se agita como la llama de la antorcha del faquir antes de entrar en su boca. Fue un desembarco silencioso, hasta mis lágrimas eran mudas. Sabía que de no hacerlo en ese momento ya nunca lo haría. Una sensación de desamparo, la misma que cuando mi madre se marchó, me abordó de dentro a fuera, haciendo que mis ojos no viesen más allá de aquel presente que se me desmoronaba entre las manos. El Sol de Media Noche, después de aquellos años de viajes en la ruta de la seda y del café, ya no era veloz como el vuelo de la gaviota, ni cortaba el agua como las aletas de los defines cuando asoman a la superficie y miran como el mar se traga al sol por detrás del horizonte. "El Sol de Media Noche" ya no aguanta el ritmo que imponen otros buques más modernos, aunque en su cubierta no haya ni una sola escama ni tampoco huellas de sal muerta. Estaba seguro que el capitán comprendería aquella decisión, él me había enseñado que no hay nada para siempre, que la eternidad está reservada sólo para los valientes que son capaces de desprenderse de ellos mismos para ser parte del infinito universo.
Llegó el ocaso de El Sol de Media Noche, al atardecer se hizo a la mar del olvido. Sin capitán en el puente y sin marineros que cantaran tangos, fados o boleros. Llegaron las sirenas para abrir el agua y los delfines para cerrarlas, se lo llevaron despacio, tan despacio como se va el sufrimiento del mal del amor.
-Las semanas siguientes las ocupé en disponer que el futuro, en amueblar el presente con las emociones del pasado. Subí al barrio más alto y mas noble de la ciudad, elegí casa y dispuse para que todas mis pertenencias fuesen trasladadas hasta ella. Pero, cuando todo lo creí en orden porque los ángeles y los sátiros ponían alegría y vida en la casa, Antolín, cumplidor por naturaleza, tenía ordenado sus guantes y sus cofias y yo tenía mil libros de versos palíndromos con los que entretenerme, llamó a la puerta la nostalgia. El recuerdo desbocado, la memoria marchita, mi yo ausente en el pasado y un sin fin de emociones me anclaban al silencio. Impedían que la luz me llenara por dentro y por fuera. Me sentí marinero desahuciado de su barco, preso de las sirenas azules. Insatisfecho, inquieto, resentido conmigo mismo, descontento con aquella nueva realidad en la que la ilusión no tenía cabida. Una madrugada, sin que nadie lo supiera y sin que a nadie le importara, perdí la memoria. Se desvaneció y extravié los años. Desde ese momento soy un hombre sin edad, sin tiempo. Solo soy el agua invisible de las lágrimas y del dolor. Nada me recordaba a mí, nada, ni mi propio yo estaba conmigo, nada, solo era persona con presente, sin historia, sin raíz en la tierra, sin memoria de la memoria. Es tanta la angustia que siento que necesito noche a noche bajar al puerto, y una tras otra, dejarme llevar por el engañoso aroma de la absenta y el aguardiente de caña. Vuelvo a ser el niño que huye del día para hacerse esclavo de la noche, voy de garito en garito , intentando, sin conseguirlo, dejar tras de mi el abandono, el miedo y la soledad. Me hago sombra que se confunde entre las de millones de muertes vivas, que continúan arrastrándose por los interminables caminos de la indigna indigencia. Por la mañana, cuando siento en los ojos al sol que me alumbra, cambió de dirección, y mi sombra, infinita sombra de abandono y desánimo, marcha hasta la cubierta del "El Sol de Media Noche".
-XV-
-Al atardecer nada en de la casa me detiene. Ni la lectura de versos palíndromos, ni el estar pendiente de los ángeles y de los sátiros, o escuchar el rumor de la fuente. Tampoco Antolín cuando se viste con sus mejores galas y se calza los zapatos de tacón alto, y adorna su cabeza con cofias de encaje que me recuerda a la espuma de las olas del mar, tan blancas, tan frías, tan saladas, tan dulces, tan del mar... Todas las tardes, después de la siesta me complace cantando tangos y boleros, trayendo hasta mis oídos el rumor del puerto, canta y canta y me deja acercarme a él y oler en sus mejillas el aroma de las rosas, y dibujar en su espalda sirenas azules, y llegar a su boca suplicándole el aliento de las tormentas de mar adentro, y cogerlo de la cintura, y sentirme hombre fundido en su voluntad de fiel criado. Sé que por las mañanas, Antolín, el pobre Antolín, entra y sale de los bares del puerto, me busca todos los amaneceres. Nervioso pregunta, por mí a los marineros y a las mujeres dulces que se encuentra a las puertas de las tabernas, de los garitos, de los bares o en cualquier esquina. Siempre me encuentra mirando al horizonte. Esperando a la esperanza perdida, a las sirenas y a los defines trayendo a puerto a El Sol de media Noche. Me contó que en los últimos días, cuando sale de la casa y baja al puerto, aun con las prisas y la incertidumbre que le causa mi búsqueda, observa como los ángeles están en silencio y con los ojos cerrados, los sátiros esconden sus picos bajo el ala, nunca antes han amanecido así. Él mira por si les faltaba agua o comida, y no, las jaulas están limpias y los comederos y bebederos con suficiente comidas y agua. Piensa que es un mal presagio y me lo cuenta para advertirme de algún peligro desconocido. Antolín, cuando me encuentra, guarda el más respetuoso de los silencio, me sostiene por los hombros y carga con mi cuerpo y con mi alma, igual que lo hacía mi madre cuando me llevaba a pedir de puerta en puerta.
Silencio y más silencio. Ciprés verde apuntando al cielo, canción de sirena azul que juega a encarcelar el mar dentro de su misma agua... Fotografía surrealista de una realidad marchita que a nadie le interesa, ni tan siquiera a él mismo. Don Jaime se negó a continuar, su ingenuidad se convirtió de repente en malicia y alzando la voz gritó:
-¡No quiero seguir bajando!, ¡Duele tanto reconocer la verdad!, ¡Hasta aquí llego, no me interesa conocer lo que falta!... No quiero recordar más de lo recordado, ni hacerle hueco en mi memoria a nada más, ya sea soñado o vivido.
Silencio y más silencio. El ciprés verde que apuntaba al cielo estaba seco, la canción de la sirena azul fue un relámpago, y él, presente en su ausencia, guardó silencio y luego más silencio.
La mano de la sibila soltó la de Don Jaime. Su voz sigilosa y escurridiza como culebra de rivera, anunció:
-Ya no falta nada más, no hay más peldaños que bajar...Ya lo sabes todo de ti... Ya lo sabes todo de ti.
Sin abrir los ojos, sin despertar Don Jaime sintió como sentimientos, sueños, recuerdos, desvelos y preocupaciones, risas y lagrimas, pecados y penitencias, nubes y agua, soles y lunas... todo ocupaba su lugar, todo se ordenaba en el calendario de su existencia.
Respiró profundamente, como si fuese la última vez que la vida le permitiera respirar, ancló la lengua en el paladar y al abrir, con fuerza, la boca, un chasquido resonó en el infinito -infinito- de la vida.

-XVI-
Por un momento volvió a tener ante sí el rostro de aquella mujer centenaria de nariz fina y alargada, de piel cetrina y arrugada. Eran sus recuerdos, sus vivencias, su historia recién conquistada al limbo de la memoria, quienes acariciaron y peinaron con ternura aquellas desgreñadas hebras de cabellos grisáceos, que como hilos pegajosos de una invisible telaraña, le llegaban casi a la cintura. Los mismos recuerdos que nunca soplaron las velas de una tarta de cumpleaños, los mismos que buceaban en la mirada del capitán para descubrir los tesoros de su sabiduría.
-¡Toma! -dijo sacando del bolsillo del pantalón seis monedas doradas- ¡Toma!, ¡Toma mi tesoro a cambio de la vida!... Y déjame en esta orilla, sé fiel y cumple tu promesa de no llevarme si detengo mi caída antes de llegar a conocer toda la verdad de mi vida.
-Ya lo conoces todo de ti, ya no hay nada que yo te pueda descubrir, nada que tu puedas guardar en la crónica puntual de lo vivido. Has llegado hasta el final, no me queda nada que revelarte, ya sabes todo lo que tenías olvidado, y todo lo que necesitas saber, para llegar a ese mar, tranquilo y quieto como un espejo, con el que sueñas. Tú, valiente marinero sin tatuajes de sirenas azules, corazones ardientes y anclas en el fondo del mar, llevas escrito en el alma, con tinta indeleble, la fecha en la que tus ángeles y tus sátiros guardarán silencio y volaran a su isla verde esmeralda, el día en que tus tesoros volverán a las bodegas de "El Sol de Media Noche".
La sibila, también respiró profundamente y abrió los ojos. Sintió un escalofrío cuando toda la energía, con la que había llenado cada hueco de Don Jaime, volvió a ella. Se recompuso y abrió los ojos. En la habitación flotaba una luz gris y plateada que hacía que todo adquiriera una dimensión nueva. Ella, sabedora de todo lo ocurrido y por ocurrir, llamó al criado, éste, al momento abrió la puerta por donde aquella luz de plata salió en busca de la libertad, miró a su señor, entrelazó los dedos de las manos para ajustar sus guantes y los dejó entrelazados, como los de la virgen niña del cuadro que colgaba encima de la cama. Se acercó y sin dejar de fijar la mirada en los ojos cerrados de Don Jaime, en voz baja comenzó el rezo de una oración. En esta ocasión, es la sibila la que en su mano guardó una lágrima. Don Jaime permaneció quieto, anclado a la espuma blanca de las sábanas, esperando que Perla, la mujer más dulce del puerto, viniera su encuentro, con la sirena azul tatuada en la espalda y la mano extendida pidiendo limosna, y que, el capitán volviera en su busca chasqueando su lengua sobre el paladar después de cada trago de licor.
La sibila, en silencio y con la cabeza baja en señal de respeto, se levantó de la silla donde había permanecido sentada y, de la mano de Don Jaime, cogió las seis monedas doradas que él había sacado del bolsillo para comprar vida, sin saber que ni seis, ni seis veces seis son suficientes para sobornar al destino. Entre aquel puñado de monedas había un trozo de papel amarillento y raído, en el que aún podía leerse:
“Rincón Mágico de los Sueños y Revelaciones. 2 Gratis”
                                                      ***

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