LAGRIMAS DE ACEITE -relato-



La sierra de Córdoba tiritaba con los primeros fríos de noviembre, su resuello silencioso subía y bajaba por la falda de los montes, su aliento de niebla los remontaba sin hacer ruido, para después, resbalar entre los guijarros como una serpiente de humo. Las lluvias de días pasados habían humedecido la tierra y el agua se escondía debajo de la cáscara del barro medio seco. La madrugada de los olivares huele a soledad, a silencio y a cansancio.
Las cinco de la mañana. En el corral, los gallos inician la liturgia de las horas con el concierto cotidiano de bienvenida a la luz, altaneros ahuecan sus plumas y presumen del cacareo que es el despertador de la sierra. Es entonces cuando, en la cortijada, la vida se despereza y la supervivencia del día a día emprende el camino imprevisible de la providencia.
Es tiempo de otoño, es tiempo de cosecha, es tiempo de la recogida de aceitunas, es tiempo de madrugar y plantar cara al aire frío del poniente y a la humedad del soplo del de levante. Las cinco de la mañana y una decena de mujeres abrían los ojos al nuevo día en la sala vieja y destartalada que les servía de habitación común. Olía a sueño, a sudor rancio y hacía frío, mucho frío… con el paso de los días este frío se hace inseparable, sombra pegada al cuerpo hasta llegar a formar parte de ti y de tu alma. La lana y las hojas de panizo, dispuestas en fundas de recia loneta, eran los colchones y jergones, algunas mujeres, las más mayores y veteranas aceituneras, tenían colchones; las más jóvenes, como las novicias de los conventos, se conformaban con los jergones; el resultado era el mismo, se formaban bolas que se incrustaba en los riñones y apenas se atrevían a moverse para que la incomodidad no les impidiera conciliar el sueño. Debajo de las camas, unas de madera con su barniz descascarillado y otras de hierro moteado de oxido, ocultaban los hatillos de ropa, las maletas de duro cartón a las que se le ceñía un cinturón para mantenerlas cerradas, era donde guardaban las pocas pertenencias que se habían llevado para lo que durase la temporada. No era mucho tiempo: tres meses. Tres meses y todas estarían de vuelta en sus pueblos, en sus casas, con sus padres, sus maridos, sus hijos, sus vecinas y unos pocos duros más que les daría tranquilidad para afrontar el año con algún dinero ahorrado, con una reserva por si acaso hubiese que afrontar algún contratiempo, otras, las más jóvenes, pensaban en el ajuar, en unos zapatos nuevos, en un viaje a Barcelona o a Bilbao para visitar a algún familiar que emigró huyendo de la incertidumbre del jornal y de las madrugadas del aire frío de poniente y del soplo húmedo del de levante.
Los gallos volvieron a cantar. Las mujeres, ya vestidas con los oscuros jerséis de lana que se tejieron ellas mismas el invierno anterior, y las faldas de franela sobre los pantalones raídos, y calzadas con las botas desgastadas por el uso, se dirigieron al patio, allí el pilón chorreaba el agua fría que te hace despertar los sentidos y al enfriarte es como si avivase el fuego de la vida. El agua era un espejo de plata en las mañanas en las que la luna lunera aún ponía luz a la madrugada. Una fina capa de carámbano se rompía al meter la mano en el agua, y a la vez un tiritón se hacía chillido en la boca de una de las muchachas…las risas de las demás resonaron por todo el patio e incluso se escuchaban desde el corral donde los gallos continuaban con su sinfonía de acordes desafinados.
Para Matilde Calero era su primera temporada. Su padre la dejó ir pero no de buena gana.
“Padre, ya tengo catorce años, y mi madre iba desde los trece. También va mi prima y la chacha Juliana... Déjeme ir, padre, no sea usted así. Lo que gane será para ir comprando mi ajuar”.
Matildilla reía como el resto de las muchachas que chapoteaban en el agua helada mientras daban pequeños saltitos y sacudían los dedos como queriendo sacudir el escalofrío que les ponía las carnes de piel de gallina. Matildilla tenía polvo de oro en los labios, sus ojos como las aceitunas moradas y el pelo de color azabache, como las noches frías de la sierra cordobesa.
Mientras, Los hombres preparaban las mulas cargando los aperos necesarios: las varas, las redes…sin olvidar el agua y la comida. Aquel día sería largo, muy largo y estarían bastante alejados del cortijo, no regresarían hasta la anochecida. El capataz revisó las cargas y, dando voces, metió prisa a las mujeres que, entre risas y cuchicheos, se agrupaban de dos en dos o de tres en tres en los poyetes de la cocina, terminando los tazones de leche humeante y las hogazas de pan con aceite y azúcar. Ya todo estaba listo para la marcha. La fila de jornaleros, mulos y asnos salió por la puerta de hierro de la cortijada blanca, era como una procesión de silencio sin imagen pero con similar penitencia: recorrer el camino embarrado de los olivares que se extendían por los cerros cercanos hasta el tajo señalado por el capataz. Una Virgen del Rosario, chiquita y risueña, pintada en azulejos blancos y azules, le veía marchar desde la hornacina situada por encima de la puerta de entrada al recinto del cortijo. Era casi las siete y media de la mañana, la luz comenzaba a cernirse sobre el ejército de olivos como harina que lentamente resbala del cielo, aquel cielo en el que las estrellas más perezosas vigilaban al mundo desde su lejanía y su indiferencia.
La semana transcurría con lentitud, tan despacio como la ronda de los sueños, esos que en la madrugada te hacen cavilar en que gastarás los jornales… La recogida de la aceituna era dura pero tenía sus compensaciones.
Vicente, soltero maduro y en opinión de las mozas “soltero, maduro y entero”, cantaba algunas coplillas que todos conocían y otras, picantonas. que ponían rubor en las mozas más jóvenes y risas, que crecían hasta hacerse carcajadas, en las bocas de las mujeres más curtidas. Hasta el corazón parecía caminar más ligero cuando la cuadrilla cantaba, y hasta los dedos se sentían más ágiles para recoger aquellas lágrimas verdes y amoratadas que se esparcían alrededor del olivo.

Cuando el sol estaba 
columpiándose en lo alto del cielo, el capataz mandaba parar y anunciaba la hora del almuerzo. Era un momento siempre acogido con gran algazara; era entonces cuando la viveza de hombres y mujeres salía a flote, mientras, la bota de vino pasaba de mano en mano, regando el rojo líquido las bocas sedientas. Los zorzales y los pardales asados de Gabriel eran otro de los alicientes del rato del almuerzo. A Matilde Calero le caía bien Gabriel, aunque el muchacho no se relacionaba mucho con ella. Gabriel no era de su pueblo, era de Villaharta, que estaba casi a un día de viaje a caballo; tenía veintitrés años y muy pocos amigos, pero a Matildilla, Gabriel le caía bien. Cada mañana ponía las trampas, o cazaba con aquella escopeta negra que un hermano mayor le trajo de Barcelona el pasado verano, y, de la que casi nunca se separaba; luego le ofrecía a ella parte de lo cazado, era una gentileza que más de una de las jóvenes jornaleras envidiaba, por considerarla más que gentileza, galantería.
Al atardecer, en el regreso al cortijo el cansancio se convertía en desaliento que se reflejaba en los semblantes de hombres y mujeres y hacía que del camino se hiciera largo, largo, largo como un rosario de minutos. A la llegada, la virgencita de la hornacina, daba la bienvenida a la recua de jornaleros y bestias, regresaban con la certeza de haberse ganado el jornal con el sudor de su frente y con el frío de sus huesos. Alrededor del pilón cada uno trataba de asearse lo mejor que podía antes de la cena. Las mujeres se quitaban los pesados faldones y los pantalones cubiertos de barro, los sacudían, los estiraban y ponían cerca del fuego para que se secaran y poder ponérselos al día siguiente. Las botas tenían la tierra tan incrustada que ni convocándolas unas con otras lograban despegarla de las suelas. Al rato, los ánimos se habían repuesto aunque el hambre no, y, se reunían en la cocina, era una cocina inmensa, caldeada por la chimenea que ardía chisporroteando en uno de sus extremos de la caldeada estancia. En el centro estaba la mesa con su tapa de madera desgastada, con estrías y hendiduras, con antiguas manchas de aceite que hacían de ella el mapa de un país que no está dibujado en los atlas. Encima de aquella madera oscura, las hogazas de pan, algunos platos de vieja loza con queso y aceitunas rajadas y unos cuencos hondos, donde Josefa, la cocinera, iría vertiendo grandes cazos de lentejas o garbanzos humeantes. Era la hora en la que, Leocadio, el capataz, indicaba el lugar donde se varearía al día siguiente, y quien, cuando surgía algún problema, tenía el deber y la autoridad para resolverlo. El capataz no era uno de ellos; lo respetaban porque durante todo el año trabajaba para los “Señoritos”, y los “Señoritos” son los que pagan el jornal. Leocadio, no gozaba de ninguna simpatía entre los jornaleros, pero, era quien buscaba y contrataba a los jornaleros y jornaleras para formar la cuadrilla; había que, por lo menos, respetarlo sino al año siguiente no tendrías trabajo en aquel cortijo. Era un hombre cejijunto y de piel cetrina, él y su soledad inspiraban temor y antipatía.
El domingo era día de descanso, y tras seis días agotadores de trabajo, era esperado y deseado como agua de mayo por toda la cuadrilla. Algunos hombres marchaban, a caballo, a visitar a sus mujeres, o a sus novias, que estaban en cuadrillas de cortijadas cercanas, pero la mayoría permanecían en el cortijo. Era el día que se empleaba para el lavado de la ropas, en el repaso de los desgarrones en los pantalones o en las faldas, en la limpieza de las habitaciones… en descansar de aquella cotidianidad fría. El domingo Gabriel salía temprano al campo con su escopeta. Matildilla lo veía marchar por las cuadras y le gritaba: “¿Pero adónde vas, Gabrielillo?”. Él, apenas se volvía y le contestaba: “¡A cazar zorzales!”. Y le veía alejarse por el camino, hasta su sombra desaparecía entre los olivos.
Cuando regresaba, ya bien entrada la mañana, se sentaba en una piedra con una cubeta de cinc a su lado y amontonaba cerca de él los pajarillos y los zorzales que había cazado. Matilde se sentaba en una silla pequeña que tenía el asiento de anea, a su lado, y mientras él desplumaba las aves y les quitaba las tripas, ella le hablaba de los bailes de su pueblo, de los mozos, de su familia… de aquel día cuando se desbocaron los burros del tío Marcelino y corrieron, como locos, por todo el pueblo y el ruido de las herraduras resonando contra las piedras de las calles atemorizó a chicos y mayores. Le hablaba de su ajuar y de su futura boda. “¿Pero tienes novio?”, preguntaba Gabriel, “No, aún no –contestaba la muchacha- pero ya no puedo dejarlo mucho tiempo más o me quedaré para vestir santos”.
Matilde hablaba con la sabiduría que daba el saber que en su pueblo una moza de veinte años sin novio sería una solterona para toda la vida, y para casarse a los veinte años tenía que tener novio por lo menos tres o cuatro años antes. Seguía hablándole a Gabriel hasta que un olor familiar enturbió el ambiente: el olor de los torreznos, de las morcillas y los chorizos fritos; el guiso de conejo con patatas; el olor del pan caliente... Era la hora del almuerzo y Gabriel recogía los zorzales y los pajarillos desplumados y se acercaba hasta la chimenea de la cocina para asarlos y compartir el majar con los demás. Después del almuerzo se charlaba, se reía y José Luís tocaba su guitarra y cantaba por bulerías, los demás hacían palmas y jaleaban. Un tufillo a café de puchero, endulzado con un chorrito de anís, flotaba en el ambiente poniendo un aroma empalagoso que, junto al humo de algún cigarro, hacía perder el recato y la compostura, entonces, las palmas se convertían en bailes…y la tarde, juguetona, se dejaba mecer entre cantos y nostalgias.
Aquella madrugada Matildilla se sintió indispuesta. Sentía como si unas garras anduvieran destrozándole las tripas. Se levantó de la cama sin hacer ruido. Dudó si debía llamar o no a su prima Encarna, pero la vio tan profundamente dormida que le dio pena interrumpir su descanso; calzándose las zapatillas, y arropada por una toquilla de lana, salió al patio para encaminarse hacia los corrales. Abrió la puerta de la cuadra y sintió el vaho caliente que impregnaba la estancia, el olor de la paja y el resoplar de las bestias. La claridad de la luna se filtraba a través de las rendijas que dejaban entre sí las cuatro tablas apuntilladas que hacían de puerta. se llevó de nuevo las manos al vientre y se inclinó hasta que se le pasó el retortijón. Avanzó hacia un rincón, se bajó las bragas y se quedó paralizada mirando una gran mancha de sangre en la tela blanca. “También es mala suerte, empezar a sangrar justo ahora”, pensó algo aliviada al comprender lo que le ocurría. Trató de recomponer la franela del camisón alisándolo con las palmas de las manos, presionando sobre sus piernas, cuando el ruido del portalón al cerrarse le hizo correr hacia la salida. Un segundo después sintió una mano que le tapaba la boca y tras un fuerte forcejeo notó la humedad del suelo, la aspereza de la paja sobre las que dormían las bestias pichándole en las piernas, un olor desconocido a sudor, la fiereza de otra mano arrancándole el camisón y deslizándose sobre su piel, raspándola con la aspereza cruel de la piel del campesino, sintiendo en su pecho como su corazón lloraba lágrimas de aceite, y en su cara, aplastada contra aquella pestilente y ruda mano, se le marchitaba la ternura de la espera, la ilusión de la entrega a alguien por amor. Un daño desgarrador le hizo perder el sentido, sus piernas entreabiertas no podían detener el inmenso dolor de su cuerpo y de su alma… su rosa se agostó y pétalos rojos de sangre tiñeron el frío suelo de aquella cuadra.
Gabriel había salido al patio acuciado por las ganas de orinar. La noche estaba fría y en calma, una calma que hilaba la sutil tibieza rota de la brisa con el ligero destello desgastado de la luna. Miraba al cielo estrellado y brillante como mantoncillo bordado con lentejuelas; una estrella fugaz rasgó la muda tranquilidad de la madrugada como testigo que huye temeroso e impotente al no poder haber evitado aquel injusto estrupo. Se disponía a regresar al cuarto de los hombres cuando observó que se abría la puerta de la cuadra: la sombra del capataz salía de ella, ciñéndose el cinturón del pantalón sin atinar en su propósito, se dirigió con paso rápido al otro extremo del patio donde estaba su habitación y, con un portazo que sonó a trueno huérfano de relámpago, desapareció de la vista de Gabriel, que oculto por el luto de la noche, dio media vuelta y regresó a su catre.
Matilde abrió los ojos, se llevó sus manos a la frente en un intento de sacudirse aquella realidad desgarradora que no atinaba a entender. Un dolor agudo punzó su vientre y le hizo volver a agacharse. Sentía sus muslos húmedos y lastimados. Despacio se incorporó y agarrándose a las paredes se acercó a la puerta; al salir al patio aspiró el aire frío de la madrugada y sintió resbalar hilos de sangre por las piernas. Al llegar a la habitación lloró todo su miedo y su rabia, lloró aquellas mismas lágrimas que su corazón, minutos antes, había convertido en aceite sobre su pecho. Las mujeres se despertaron y sin comprender bien qué había sucedido acudieron a su lado. El daño estaba hecho y ninguna podía hacer nada, excepto callar para que aquella tortura no se convirtiera en negro velo capaz de ahogar el destino de aquella chiquilla.
A las seis y media de la madrugada todos estaban esperando la orden de salir, Matilde se cruzó con Gabriel y miró hacia el suelo como quien busca el silencio que se pierde entre las antiguas risas, como atando a una soga de pozo su futuro. Los gallos hacía rato que habían comenzado a despertar al día. El grupo de hombres y mujeres, con el capataz al frente, no hablaban, ni reían. Nadie decía nada pero todos ya sabían lo sucedido. Dejaron atrás la cortijada y la cuadrilla se envolvió con en el fino tul de la niebla de los olivares.
Hacia medio día, como siempre, los jornaleros pararon para almorzar. Se dispersaron bajo los olivos y comieron en silencio. Leocadio, el capataz se había ido caminado por la vereda que conducía al paraje conocido como vado de los lobos. Gabriel se levantó de su grupo y se alejó, con su escopeta bajo el brazo. Alguien le gritó: “¿Adónde vas, Gabriel?”. “¡A cazar zorzales!”, respondió el mozo, perdiéndose en el olivar.
Volvieron al cortijo con las últimas luces de la tarde. Iban en grupos, rezagados unos, solitarios otros; cabizbajos. Nadie se extrañó al no ver al capataz en la cocina. “No tendrá hambre, el muy hijo de puta”, comentaron algunos.
La madrugada los recibió, un día más, con los campos blancos por la escarcha. El capataz no había salido de su habitación. Nadie lo había visto esa mañana en las cuadras, ni en ningún otro lugar.
El capataz no estaba en la cortijada.
Muy a pesar de los jornaleros se organizaron batidas para buscarle. Los hombres se dividieron en parejas. Era posible que Leocadio hubiera caído por alguna barranca y nadie se hubiera dado cuenta. Los hombres rastrearon las veredas, los barrancos, las cortadas...
Fue a media mañana cuando uno de los hombres descubrió, bajo un olivo, el cuerpo embarrado de Leocadio, el capataz.
Yacía boca arriba.
Los puños cerrados.
Los ojos abiertos.
Con un disparo en la frente.
Y otro en el corazón.
***

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